martes, 21 de febrero de 2017

“Al menos el evangelio no nos deja tranquilos y esto ya es bastante”

¡Amor y paz!

Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios y el comentario, en este Martes de la séptima semana del tiempo ordinario.

Dios nos bendice...

Libro de Eclesiástico 2,1-11. 
Hijo, si te decides a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba. Endereza tu corazón, sé firme, y no te inquietes en el momento de la desgracia. Únete al Señor y no te separes, para que al final de tus días seas enaltecido. Acepta de buen grado todo lo que te suceda, y sé paciente en las vicisitudes de tu humillación. Porque el oro se purifica en el fuego, y los que agradan a Dios, en el crisol de la humillación. Confía en él, y él vendrá en tu ayuda, endereza tus caminos y espera en él. Los que temen al Señor, esperen su misericordia, y no se desvíen, para no caer. Los que temen al Señor, tengan confianza en él, y no les faltará su recompensa. Los que temen al Señor, esperen sus beneficios, el gozo duradero y la misericordia. Fíjense en las generaciones pasadas y vean: ¿Quién confió en el Señor y quedó confundido? ¿Quién perseveró en su temor y fue abandonado? ¿Quién lo invocó y no fue tenido en cuenta? Porque el Señor es misericordioso y compasivo, perdona los pecados y salva en el momento de la aflicción. 

Salmo 37(36),3-4.18-19.27-28.39-40. 

Confía en el Señor y practica el bien;
habita en la tierra y vive tranquilo:
que el Señor sea tu único deleite,
y él colmará los deseos de tu corazón.
El Señor se preocupa de los buenos
y su herencia permanecerá para siempre;

no desfallecerán en los momentos de penuria,
y en tiempos de hambre quedarán saciados.
Aléjate del mal, practica el bien,
y siempre tendrás una morada,
porque el Señor ama la justicia
y nunca abandona a sus fieles.

Los impíos serán aniquilados
y su descendencia quedará extirpada,
La salvación de los justos viene del Señor,
él es su refugio en el momento del peligro;
el Señor los ayuda y los libera,
los salva porque confiaron en él.

Evangelio según San Marcos 9,30-37. 
Al salir de allí atravesaron la Galilea; Jesús no quería que nadie lo supiera, porque enseñaba y les decía: "El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará". Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas. Llegaron a Cafarnaúm y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: "¿De qué hablaban en el camino?". Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande. Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: "El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos". Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: "El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado".  

Comentario

La idea de poder es una de las más frecuentemente asociadas con la divinidad en todas las religiones. De una u otra forma aparece como fuerza, soberanía, dominio, propiedad, capacidad, autoridad, dominio, vida, paz, felicidad pero igualmente como amenaza, temor, miedo, destrucción, terror, desgracia y muerte. Por eso la experiencia religiosa es descrita acompañada de temor y temblor o misterio fascinante y tremendo.

En el judaísmo no es muy distinta la concepción de Yahveh pero ante tantas distintas y a veces contradictorias características de Dios termina triunfando la misericordia: «Tengo clemencia de quien quiero tenerla, y soy compasivo con quien quiero serlo» (Ex 33:19). A menudo el pueblo judío no entiende la manera de Yahveh de hacer misericordia, especialmente con las invasiones y el destierro. Pero finalmente, con la voz de los profetas y las profundas reflexiones sobre el sufrimiento como el libro de Job, terminan entendiendo que el poder de Yahvéh es en última instancia la posibilidad de que triunfe la justicia sobre todos los pueblos y sea posible un mundo nuevo.

En el Nuevo Testamento el poder de Jesús toma un rumbo distinto por lo cual las características divinas asociadas al poder exigen revisión. Pablo, por ejemplo, pone el poder de Dios en la fuerza escatológica ordenada a la resurrección de los muertos y como Espíritu Santo que obra una nueva creación. Una resurrección que obra ya desde esta vida haciendo al hombre, no poderoso, sino nuevo. El Espíritu, como fuerza de Cristo, es capaz de construir el reinado de Dios juntamente con el hombre y la creación.

No es un poder manipulable como el que cree tener el mago, el hechicero, o el sacerdote; pero tampoco es un añadido a la fuerza física o intelectual del hombre, sino que muestra su origen sobrenatural y su particularidad como fuerza divina precisamente en que rinde al máximo en el hombre débil. «Por eso me complazco, por amor de Cristo, en flaquezas, insultos, necesidades, persecuciones y angustias; porque cuando me siento débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12:10).

En toda la vida sacramental quien actúa es el Espíritu Santo de tal manera que en ninguna se puede hablar del discutido en el pasado "ex opere operato" , es decir, que el sacramento produce la gracia por su sola celebración. La discusión de los apóstoles sobre quien sea el mayor, en el evangelio de hoy, da ocasión para que Jesús exprese la concepción o axioma básico del poder en la concepción cristiana. No solamente del poder religioso sino de todo poder: «El que quiera ser primero, que sea último de todos y servidor de todos».

El mismo poder de Jesús no viene de fuente diferente. El poder nacido de la fuerza, el dominio, la propiedad, la autoridad, la conquista, las armas, el temor, el terror no goza de ninguna legitimidad para el creyente. Aquí está la razón de muchos diferentes movimientos reivindicativos a lo largo de la historia del cristianismo. El poder cristiano, su capacidad física o mental es llamado por Pablo carisma y ha de estar al servicio de la comunidad. Los fuertes o maduros en Cristo experimentan la urgencia de estar al servicio de los débiles física, mental o espiritualmente. Su máxima tentación es utilizar sus carismas en provecho propio. Así lo sentía Pablo respecto a su fe: «Es un deber para nosotros, los fuertes, sobrellevar la flaqueza de los que no lo son, y no complacernos a nosotros mismos» (Rm 15:1).

Los relatos de curaciones de Jesús, que podrían tomarse como manifestaciones de su poder ilimitado, son por el contrario su deseo de servicio ilimitado. Frente a los poderosos de entonces no tiene ningún poder equivalente que esgrimir. Es entregado al Sanedrín, a Herodes, Pilatos y los soldados romanos para morir crucificado. Irónicamente así es como termina sirviendo igualmente a sus verdugos. Su modelo de poder no es el César ni el Tetrarca ni los Sumos Sacerdotes, ni los hacendados de su tiempo, ni siquiera el más destacado (Pedro) de sus discípulos sino el “niñito” (en diminutivo en el original) que pone en medio. Con todo lo perplejos que nos pueda dejar esta metáfora, es lo contrario de la fuerza física, el prestigio, la sagacidad humana.

En el evangelio de Juan es quizás donde Jesús despliega mejor su “arma secreta” del poder que es el amor (ágape, caridad). Ni siquiera desea Jesús ser juez sino salvador. Su poder no es un poder de dominio, sino una absoluta libertad de servicio para el mundo. Tiene la libertad de dar su vida y tomarla de nuevo transformada. Invita a sus seguidores a hacer lo mismo: «Nadie tiene mayor amor que éste: dar uno la propia vida por sus amigos» (Jn 15:13) amigos que hoy podemos traducir por “humanidad” con pleno sentido.

El evangelio es pues un desafío al poder como ordinariamente lo entendemos y vivimos en nuestro mundo. La utopía de muchas filosofías y humanismo es una regulación mundial del poder que pueda corregir los excesos que vemos a diario del poder en todos los campos: poder al servicio de unos pocos, poder desbordado que margina e incluso suprime buena parte de la humanidad, poder que desconoce o anula los carismas particulares. Son vicios presentes en todas las instituciones nacionales e internacionales. Allí es donde el axioma cristiano del poder: poder para servir, nos sirve de referente permanente para la misión profética. Fueron los profetas los que se opusieron a los excesos de la monarquía y el Templo y mantuvieron viva la esperanza del judaísmo. Por supuesto pagaron con su vida. Pero en sano realismo, un régimen mundial verdaderamente humano no se espera de los poderosos de este mundo. La ambición de poder es uno de esos males que sale del corazón humano que solamente la gracia de Dios contrarresta. Está inscrito en la naturaleza humana, no en el deseo de ser auténticamente cristiano. Los mismos discípulos seguían pensando que Jesús les aportaría gloria, poder y honor y les da vergüenza confesarlo.

El problema serio del pecado es que se enmascara y confesarlo es empezar a desenmascararlo. Con la excusa misma del servicio se solicita la concesión del poder, como también lo hemos visto a lo largo de la historia. Hitler prometía un pueblo puro, culto, poderoso, boyante igual que Stalin. Sabemos las tristes consecuencias. Mientras Jesús les habla de entrega y fidelidad, los discípulos están pensando en quién será el más importante. No creen en la igualdad fraterna que busca Jesús.

En realidad, lo que les mueve es la ambición y la vanidad: ser superiores a los demás. Con ironía decía Kierkegaard que el único cristiano verdadero que ha existido es Cristo. Ciertamente, nuestros criterios poco coinciden con los de Jesús. El importante sigue siendo el exitoso en los negocios, el aprestigiado, el que sobresale de los demás, el triunfador político, social o económico aunque no haga más que servirse a sí mismo o a su grupo. Al menos el evangelio no nos deja tranquilos y esto ya es bastante. El auténtico poder de Dios es la auténtica debilidad de Jesús puesta al servicio del débil.

Luis Javier Palacio Palacio, S.J.





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