¡Amor
y paz!
Los
invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este lunes
en que celebramos la Asunciòn de la Santìsima Virgen Marìa.
Dios
nos bendice…
Evangelio según San Lucas 1,39-56.
María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: "¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor". María dijo entonces: "Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador, porque el miró con bondad la pequeñez de tu servidora. En adelante todas las generaciones me llamarán feliz". Porque el Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas: ¡su Nombre es santo! Su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que lo temen. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías. Socorrió a Israel, su servidor, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y de su descendencia para siempre". María permaneció con Isabel unos tres meses y luego regresó a su casa.
Comentario
Predicaba
Juan Pablo II el 9 de julio de 1997:
1. La
perenne y concorde tradición de la Iglesia muestra cómo la Asunción de María
forma parte del designio divino y se fundamenta en la singular participación de
María en la misión de su Hijo. Ya durante el primer milenio los autores
sagrados se expresaban en este sentido.
Algunos
testimonios, en verdad apenas esbozados, se encuentran en san Ambrosio, san
Epifanio y Timoteo de Jerusalén. San Germán de Constantinopla (+ 733) pone en
labios de Jesús, que se prepara para llevar a su Madre al cielo, estas
palabras: "Es necesario que donde yo esté, estés también tú, madre
inseparable de tu Hijo..." (Hom. 3 in Dormitionem: PG 98, 360).
Además,
la misma tradición eclesial ve en la maternidad divina la razón fundamental de
la Asunción.
Encontramos
un indicio interesante de esta convicción en un relato apócrifo del siglo V,
atribuido al pseudo Melitón. El autor imagina que Cristo pregunta a Pedro y a
los Apóstoles qué destino merece María, y ellos le dan esta respuesta:
"Señor, elegiste a tu esclava, para que se convierta en tu morada
inmaculada (...). Por tanto, dado que, después de haber vencido a la muerte,
reinas en la gloria, a tus siervos nos ha parecido justo que resucites el
cuerpo de tu madre y la lleves contigo, dichosa, al cielo" (De transitu V.
Mariae, 16: PG 5, 1.238). Por consiguiente, se puede afirmar que la maternidad
divina, que hizo del cuerpo de María la morada inmaculada del Señor, funda su
destino glorioso.
2.
San Germán, en un texto lleno de poesía, sostiene que el afecto de Jesús a su
Madre exige que María se vuelva a unir con su Hijo divino en el cielo:
"Como un niño busca y desea la presencia de su madre, y como una madre
quiere vivir en compañía de su hijo, así también era conveniente que tú, de
cuyo amor materno a tu Hijo y Dios no cabe duda alguna, volvieras a él. ¿Y no
era conveniente que, de cualquier modo, este Dios que sentía por ti un amor
verdaderamente filial, te tomara consigo?" (Hom. 1 in Dormitionem: PG 98,
347). En otro texto, el venerable autor integró el aspecto privado de la
relación entre Cristo y María con la dimensión salvífica de la maternidad,
sosteniendo que: "Era necesario que la madre de la Vida compartiera la
morada de la Vida" (ib.: PG 98, 348).
3.
Según algunos Padres de la Iglesia, otro argumento en que se funda el
privilegio de la Asunción se deduce de la participación de María en la obra de
la redención. San Juan Damasceno subraya la relación entre la participación en
la Pasión y el destino glorioso: "Era necesario que aquella que había
visto a su Hijo en la cruz y recibido en pleno corazón la espada del dolor
(...) contemplara a ese Hijo suyo sentado a la diestra del Padre" (Hom. 2:
PG 96, 741). A la luz del misterio pascual, de modo particularmente claro se ve
la oportunidad de que, junto con el Hijo, también la Madre fuera glorificada
después de la muerte.
El
concilio Vaticano II, recordando en la constitución dogmática sobre la Iglesia
el misterio de la Asunción, atrae la atención hacia el privilegio de la
Inmaculada Concepción: precisamente porque fue "preservada libre de toda
mancha de pecado original" (Lumen gentium, 59), María no podía permanecer
como los demás hombres en el estado de muerte hasta el fin del mundo. La
ausencia del pecado original y la santidad, perfecta ya desde el primer
instante de su existencia, exigían para la Madre de Dios la plena glorificación
de su alma y de su cuerpo.
4.
Contemplando el misterio de la Asunción de la Virgen, es posible comprender el
plan de la Providencia divina con respecto a la humanidad: después de Cristo,
Verbo encarnado, María es la primera criatura humana que realiza el ideal
escatológico, anticipando la plenitud de la felicidad, prometida a los elegidos
mediante la resurrección de los cuerpos.
En la
Asunción de la Virgen podemos ver también la voluntad divina de promover a la
mujer.
Como
había sucedido en el origen del género humano y de la historia de la salvación,
en el proyecto de Dios el ideal escatológico no debía revelarse en una persona,
sino en una pareja. Por eso, en la gloria celestial, al lado de Cristo
resucitado hay una mujer resucitada, María: el nuevo Adán y la nueva Eva,
primicias de la resurrección general de los cuerpos de toda la humanidad.
Ciertamente,
la condición escatológica de Cristo y la de María no se han de poner en el
mismo nivel. María, nueva Eva, recibió de Cristo, nuevo Adán, la plenitud de
gracia y de gloria celestial, habiendo sido resucitada mediante el Espíritu
Santo por el poder soberano del Hijo.
5.
Estas reflexiones, aunque sean breves, nos permiten poner de relieve que la
Asunción de María manifiesta la nobleza y la dignidad del cuerpo humano.
Frente
a la profanación y al envilecimiento a los que la sociedad moderna somete
frecuentemente, en particular, el cuerpo femenino, el misterio de la Asunción
proclama el destino sobrenatural y la dignidad de todo cuerpo humano, llamado
por el Señor a transformarse en instrumento de santidad y a participar en su
gloria.
María
entró en la gloria, porque acogió al Hijo de Dios en su seno virginal y en su
corazón. Contemplándola, el cristiano aprende a descubrir el valor de su cuerpo
y a custodiarlo como templo de Dios, en espera de la resurrección.
La
Asunción, privilegio concedido a la Madre de Dios, representa así un inmenso
valor para la vida y el destino de la humanidad.
2. ¿Murió María?
Así
se pregunta Juan Pablo II, y en predicación del 25 de junio de 1999 nos ofrece
esta meditación:
1.
Sobre la conclusión de la vida terrena de María, el Concilio cita las palabras
de la bula de definición del dogma de la Asunción y afirma: "La Virgen
inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el
curso de su vida en la tierra fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del
cielo" (Lumen gentium, 59). Con esta fórmula, la constitución dogmática
Lumen gentium, siguiendo a mi venerado predecesor Pío XII, no se pronuncia
sobre la cuestión de la muerte de María. Sin embargo, Pío XII no pretendió
negar el hecho de la muerte; solamente no juzgó oportuno afirmar solemnemente,
como verdad que todos los creyentes debían admitir, la muerte de la Madre de
Dios.
En
realidad, algunos teólogos han sostenido que la Virgen fue liberada de la
muerte y pasó directamente de la vida terrena a la gloria celeste. Sin embargo
esta opinión era desconocida hasta el siglo XVII, mientras que, en realidad
existe una tradición común que ve en la muerte de María su introducción en la
gloria celeste.
2.
¿Es posible que María de Nazaret haya experimentado en su carne el drama de la
muerte? Reflexionando en el destino de María y en su relación con su Hijo
divino, parece legítimo responder afirmativamente: dado que Cristo murió, sería
difícil sostener lo contrario por lo que se refiere a su Madre.
En
este sentido razonaron los Padres de la Iglesia, que no tuvieron dudas al
respecto. Basta citar a Santiago de Sarug (+ 521), según el cual "el coro
de los doce Apóstoles", cuando a María le llegó "el tiempo de caminar
por la senda de todas las generaciones", es decir, la senda de la muerte,
se reunió para enterrar "el cuerpo virginal de la Bienaventurada"
(Discurso sobre el entierro de la santa Madre de Dios, 87-99 en C. Vona,
Lateranum 19 [1953], 188). San Modesto de Jerusalén (+ 634), después de hablar
largamente de la "santísima dormición de la gloriosísima Madre de
Dios", concluye su "encomio", exaltando la intervención
prodigiosa de Cristo que "la resucitó de la tumba" para tomarla
consigo en la gloria (Enc. in dormitionem Deiparae semperque Virginis Mariae,
nn. 7 y 14: PG 86 bis, 3.293 3.311). San Juan Damasceno (+ 704), por su parte,
se pregunta: "¿Cómo es posible que aquella que en el parto superó todos
los límites de la naturaleza, se pliegue ahora a sus leyes y su cuerpo
inmaculado se someta a la muerte?". Y responde: "Ciertamente, era
necesario que se despojara de la parte mortal para revestirse de inmortalidad,
puesto que el Señor de la naturaleza tampoco evitó la experiencia de la muerte.
En efecto, él muere según la carne y con su muerte destruye la muerte,
transforma la corrupción en incorruptibilidad y la muerte en fuente de
resurrección" (Panegírico sobre la dormición de la Madre de Dios, 10: SC 80,
107).
3. Es
verdad que en la Revelación la muerte se presenta como castigo del pecado. Sin
embargo, el hecho de que la Iglesia proclame a María liberada del pecado
original por singular privilegio divino no lleva a concluir que recibió también
la inmortalidad corporal. La Madre no es superior al Hijo, que aceptó la
muerte, dándole nuevo significado y transformándola en instrumento de
salvación.
María,
implicada en la obra redentora y asociada a la ofrenda salvadora de Cristo,
pudo compartir el sufrimiento y la muerte con vistas a la redención de la
humanidad. También para ella vale lo que Severo de Antioquía afirma a propósito
de Cristo: "Si no se ha producido antes la muerte, ¿cómo podría tener
lugar la resurrección?" (Antijuliánica, Beirut 1931, 194 s.). Para participar
en la resurrección de Cristo, María debía compartir, ante todo, la muerte.
4. El
Nuevo Testamento no da ninguna información sobre las circunstancias de la
muerte de María. Este silencio induce a suponer que se produjo normalmente, sin
ningún hecho digno de mención. Si no hubiera sido así, ¿cómo habría podido
pasar desapercibida esa noticia a sus contemporáneos, sin que llegara, de
alguna manera, hasta nosotros?
Por
lo que respecta a las causas de la muerte de María, no parecen fundadas las
opiniones que quieren excluir las causas naturales. Más importante es
investigar la actitud espiritual de la Virgen en el momento de dejar este
mundo. A este propósito, san Francisco de Sales considera que la muerte de
María se produjo como efecto de un ímpetu de amor. Habla de una muerte "en
el amor, a causa del amor y por amor" y por eso llega a afirmar que la
Madre de Dios murió de amor por su hijo Jesús (Traité de l'Amour de Dieu, Lib.
7, cc. XIII-XIV).
Cualquiera
que haya sido el hecho orgánico y biológico que, desde el punto de vista
físico, le haya producido la muerte, puede decirse que el tránsito de esta vida
a la otra fue para María una maduración de la gracia en la gloria, de modo que
nunca mejor que en ese caso la muerte pudo concebirse como una "dormición".
5.
Algunos Padres de la Iglesia describen a Jesús mismo que va a recibir a su
Madre en el momento de la muerte, para introducirla en la gloria celeste. Así,
presentan la muerte de María como un acontecimiento de amor que la llevó a
reunirse con su Hijo divino, para compartir con él la vida inmortal. Al final
de su existencia terrena habrá experimentado, como san Pablo y más que él, el
deseo de liberarse del cuerpo para estar con Cristo para siempre (cf. Flp 1,
23).
La experiencia de la muerte enriqueció a la Virgen:
habiendo pasado por el destino común a todos los hombres, es capaz de ejercer
con más eficacia su maternidad espiritual con respecto a quienes llegan a la
hora suprema de la vida.
http://fraynelson.com/homilias.html.
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