domingo, 8 de mayo de 2016

Nuestra misión es la de Cristo: consagrar el mundo a Dios en el altar de la historia

¡Amor y paz!

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este domingo en que celebramos la solemnidad de la Ascensión del Señor.

Dios nos bendice...

Evangelio según San Lucas 24,46-53. 
Y añadió: "Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto." Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto". Después Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania y, elevando sus manos, los bendijo. Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Los discípulos, que se habían postrado delante de él, volvieron a Jerusalén con gran alegría, y permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios. 
Comentario

La Ascensión no es un acontecimiento dramático para Jesús y sus discípulos; es como la despedida de un fundador, que deja a sus hijos la tarea de continuar su obra, pero sin abandonarlos a su suerte, ya que sigue paso a paso las vicisitudes de su fundación en el mundo mediante su Espíritu. Cristo puede irse tranquilo, porque se han cumplido las Escrituras sobre Él, y los discípulos comienzan a comprenderlo. Puede irse tranquilo, no porque sus hombres sean unos héroes, sino porque su Espíritu los acompañará siempre y por doquier en su tarea evangelizadora. -Puedes irte tranquilo, Jesús, porque tu Iglesia, en medio de las contradicciones de este mundo, y a pesar de las debilidades y miserias de sus hijos, te será siempre fiel, hasta que vuelvas.

Todo hombre siente en su interior, a la vista de la muerte, el deseo de quedarse en el mundo y dejar en él algo de sí mismo, de marcharse quedándose. Dejar unos hijos que prolonguen y recuerden su memoria, dejar una casa construida, un árbol plantado, una obra de carácter científico, literario o artístico... Jesucristo, en su condición de hombre y Dios, es el único que puede satisfacer plenamente este ansia. Él se va, como todo ser histórico. Pero también se queda, y no sólo en el recuerdo, no sólo en una obra, sino realmente. Él vive glorioso en el cielo, y permanece misterioso en la tierra. Vive por la gracia en el interior de cada cristiano, y la Eucaristía prolonga su presencia real y redentora. Vive y se ha quedado con nosotros en su Palabra, que resuena en los labios de los predicadores y en el interior de las conciencias. Se ha quedado y se hace presente en sus ministros, que lo representan ante los hombres y lo prolongan con sus labios y sus manos. Cristo es nuestro compañero, siempre está a nuestro lado, ¿pensamos de vez en cuando en esta magnífica presencia de Cristo amigo y Redentor?

Con la Ascensión, los cristianos asumimos la misma tarea del Salvador: consagrar el mundo a Dios en el altar de la historia. Para el cristiano cada día es una liturgia de alabanza y bendición de Dios. No hay ninguna actividad de la vida diaria de los hombres que no pueda convertirse en una ofrenda santa y agradable a Dios. Por el bautismo estamos llamados a confesar ante los hombres la fe que recibimos de Dios por medio de la Iglesia. Como discípulo de Cristo confieso mi fe en la familia, en las reuniones de amigos o de trabajo; pongo mi fe por encima de todo, y hago de ella la medida de mi decisión y comportamiento. ¿Es ya mi vida una liturgia santa y agradable a Dios? ¿Es éste mi deseo más íntimo y mi más firme propósito?

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