¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio
y el comentario, en este Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor.
¡Felices Pascuas!
Evangelio según San
Juan 20,1-9.
El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada. Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto". Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró. Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte. Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó. Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos.
Comentario
¡Qué
conmoción sacudiría al mundo si leyéramos un día en la prensa: «se ha
descubierto una hierba medicinal contra la muerte»! Desde que la humanidad
existe, se ha estado buscando tal hierba. Ella espera una medicina contra la
muerte, pero, al mismo tiempo, teme a esa hierba. Sólo el hecho de que en una
parte del mundo la esperanza de vida se haya elevado de 30 a 70 años ha creado
ya problemas casi insolubles.
La
iglesia nos anuncia hoy con triunfal alegría: esa hierba medicinal contra la
muerte se ha encontrado ya. Existe una medicina contra la muerte y ha producido
hoy su efecto: Jesús ha resucitado y no volverá ya a morir. Lo que es posible
una vez, es fundamentalmente posible y así esta medicina vale para todos
nosotros. Todos nosotros podemos hacernos cristianos con Cristo e inmortales.
¿Pero cómo? Esto debería ser nuestra pregunta más viva. Para encontrar la
respuesta, debemos sobre todo preguntar: ¿cómo es que resucitó? Pero, sobre
eso, se nos da una simple información que se nos confía a todos: él resucitó
porque era no sólo un hombre, sino también hijo de Dios. Pero era también un
hombre real y lo fue por nosotros. Y así sigue, por su propio peso, la próxima
pregunta: ¿cómo aparece este «ser-hombre» que une con Dios y que debe ser el
camino para todos nosotros? Y parece claro que Jesús vive toda su vida en
contacto con Dios. La Biblia nos informa de sus noches pasadas en oración.
Siempre queda claro esto: él se dirige al Padre. Las palabras del Crucificado
no se nos refieren en los cuatro evangelios de un modo unitario, pero todos
coinciden en afirmar que él murió orando. Todo su destino se halla establecido
en Dios y se traduce así en la vida humana. Y siendo así las cosas, él respira
la atmósfera de Dios: el amor. Y por ello es inmortal y se halla por encima de
la muerte. Y ya tenemos las primeras aplicaciones a nosotros: nuestro pensar,
sentir, hablar, el unir nuestra acción con la idea de Dios, el buscar la
realidad de su amor, éste es el camino para entrar en el espacio de la
inmortalidad.
Pero
queda todavía otra pregunta. Jesús no era inmortal en el sentido en el que los
hombres deseaban serlo desde tiempos inmemoriales, cuando buscaban la hierba
contra la muerte. Él murió. Su inmortalidad tiene la forma de la resurrección
de la muerte, que tuvo lugar primero. ¿Qué es lo que debe significar esto? El
amor es siempre un hecho de muerte: en el matrimonio, en la familia, en la vida
común de cada día. A partir de ahí, se explica el poder del egoísmo: él es una
huida comprensible del misterio de la muerte, que se halla en el amor. Pero, al
mismo tiempo, advertimos que sólo esa muerte que está en el amor hace
fructificar; el egoísmo, que trata de evitar esa muerte, ese es el que
precisamente empobrece y vacía a los hombres. Solamente el grano de trigo que
muere fructifica.
El
egoísmo destruye el mundo; él es la verdadera puerta de entrada de la muerte,
su poderoso estímulo. En cambio, el Crucificado es la puerta de la vida. Él es
el más fuerte que ata al fuerte. La muerte, el poder más fuerte del mundo, es,
sin embargo, el penúltimo poder, porque en el Hijo de Dios el amor se ha
mostrado como más fuerte. La victoria radica en el Hijo y cuanto más vivamos
como él, tanto más penetrará en este mundo la imagen de aquel poder que cura y
salva y que, a través de la muerte, desemboca en la victoria final: el amor
crucificado de Jesucristo.
JOSEPH RATZINGER
(Papa Benedicto XVI)
(Papa Benedicto XVI)
EL ROSTRO DE DIOS
SÍGUEME. SALAMANCA-1983.Págs. 84 s.
SÍGUEME. SALAMANCA-1983.Págs. 84 s.
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