¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio
y el comentario, en este Domingo de la V semana de Cuaresma.
Dios nos bendice...
Evangelio según San
Juan 8,1-11.
Jesús fue al monte de los Olivos. Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles. Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, dijeron a Jesús: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?". Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo. Como insistían, se enderezó y les dijo: "El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra". E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo. Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, e incorporándose, le preguntó: "Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?". Ella le respondió: "Nadie, Señor". "Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante".
Comentario
Sus enemigos se consumían de odio y envidia por ambas cosas, por
su verdad y su mansedumbre, y quisieron echarle un lazo en la tercera, es
decir, en su justicia. ¿Cómo? La ley ordenaba lapidar a las adúlteras; la ley
que no podía ordenar injusticia alguna. Si él decía algo distinto de lo ordenado
por la ley, se le debería considerar injusto. Cuchicheaban ellos entre sí: Se
le considera amigo de la verdad y parece lleno de mansedumbre; debemos de
tenderle una trampa respecto a la justicia; presentémosle una mujer sorprendida
en adulterio y recordémosle lo que está mandado en la ley al respecto. Si
ordena que sea lapidada, habrá perdido su mansedumbre, y si juzga que se la
debe absolver, no salvará la justicia. Para no perder su mansedumbre, decían,
por la que se ha hecho tan amable para el pueblo, dirá indudablemente que debe
ser absuelta. Ésta será la ocasión de acusarle y declararle reo como trasgresor
de la ley, objetándole: "Tú eres enemigo de la ley; sentencias contra
Moisés; más aún, contra quien dio la ley; eres reo de muerte y has de ser apedreado
con ella."
¡Qué palabras y razonamientos tan adecuados para encender más la
pasión de la envidia y avivar aún más el fuego de la acusación y para exigir
con insistencia la condenación! Y todo esto, ¿contra quién? La perversidad
contra la rectitud, la falsedad contra la verdad, el corazón pervertido contra
el corazón recto y la necedad contra la sabiduría. ¿Cuándo iban a preparar
lazos en que no cayeran antes ellos? Mirad como la respuesta del Señor deja a
salvo la justicia sin detrimento de su mansedumbre. No cayó prendido aquel a
quien se tendía el lazo, sino quienes lo tendían: es que no creían en quien
podía librarlos de los lazos.
¿Qué respuesta dio, pues, el Señor Jesús? ¿Cuál fue la respuesta
de la verdad? ¿Cuál la de la sabiduría? ¿Cuál la de la justicia en persona a la
que iba dirigida la trampa? La respuesta no fue: "No se la lapide,"
para no dar la impresión de que actuaba contra la ley; tampoco esta otra:
"Sea lapidada," pues no había venido a perder lo que había hallado,
sino a buscar lo que se había perdido (Lc 10,10). ¿Qué respondió? Observad qué
respuesta saturada de justicia, de mansedumbre y de verdad: El que de vosotros
esté sin pecado, arroje el primero la piedra contra ella (Jn 8,7).
¡Contestación digna de la sabiduría! ¡Cómo les hizo entrar dentro
de sí mismos! Dedicados a calumniar continuamente a los demás, no se examinaban
a sí mismos; clavaban los ojos en la adúltera, pero no en sí mismos. Siendo
personalmente transgresores de la ley, querían que se cumpliese, en base a toda
clase de argucias, no según las exigencias de la verdad, como sería condenar el
adulterio en nombre de la propia castidad. Acabáis de oír, judíos, fariseos y
doctores de la ley, acabáis de oírle como cumplidor de la ley, pero aún no
habéis advertido que es el dador de la misma. ¿Qué quiere darnos a entender
cuando escribe con el dedo en la tierra? La ley fue escrita con el dedo de
Dios, pero en piedra, por la dureza de sus corazones. Ahora el Señor escribía
ya en tierra porque quería sacar de ella algún fruto. Lo acabáis de oír.
Cúmplase la ley; sea lapidada.
Pero, ¿es justo que ejecuten el castigo prescrito por la ley
quienes deben ser castigados con ella? Mire cada uno a sí mismo; entre en su
interior y póngase ante el tribunal de su corazón y de su conciencia y se verá
obligado a hacer su confesión. Sabe quien es: No hay nadie que conozca la
interioridad del hombre, sino el espíritu del hombre que mora en él (1 Cor
2,11). Todo el que dirige la mirada a su interior se descubre pecador. Está
claro que es así. Luego, o tenéis que dejarla libre o tenéis que someteros
juntamente con ella al peso de la ley. Si la sentencia del Señor hubiese
ordenado que no se lapidara a la adúltera, pasaría por injusto. Si ordenaba la
lapidación perdería la mansedumbre. La sentencia del justo y manso no podía ser
otra: Quien de vosotros esté sin pecado, que arroje el primero la piedra contra
ella. Es la justicia la que la sentencia: "Sufra el castigo la pecadora,
pero no por manos de pecadores; cúmplase la ley, pero no por manos de sus
transgresores." He aquí la sentencia de la justicia. Heridos por ella como
por un grueso dardo, se miran a si mismos, se ven reos y salen todos de allí
uno detrás de otro (Jn 8,9). Sólo quedan dos allí: la miserable y la
Misericordia. Y el Señor, después de haberles clavado en el corazón el dardo de
su justicia, no se digna ni siquiera mirar cómo van desapareciendo; aparta de
ellos su vista y se pone de nuevo a escribir con el dedo en la tierra (Jn 8,8).
Sola aquella mujer e idos todos,
levantó sus ojos y los fijó en ella. Ya hemos oído la voz de la justicia. ¡Qué
aterrada debió quedar aquella mujer cuando oyó decir al Señor: Quien de
vosotros esté sin pecado arroje contra ella el primero la piedra! Mas ellos se
miran a sí mismos y, confesándose reos con su fuga, dejan sola a aquella mujer
con su gran pecado en presencia de quien no tenía pecado. Como ella le había
oído decir: El que esté sin pecado arroje contra ella el primero la piedra,
esperaba que ejecutase el castigo aquel en quien no podía hallarse pecado
alguno. Mas el que había alejado de sí a sus enemigos con las palabras de la
justicia, clava en ella los ojos de la mansedumbre y le pregunta: ¿Nadie te ha
condenado? Nadie, Señor, confiesa ella. Y él: Ni yo mismo te condeno; ni yo
mismo, por quien tal vez temiste ser castigada, porque no hallaste en mí pecado
alguno. Ni yo mismo te condeno. ¿Qué es esto? ¿Favoreces los pecados? Es claro
que no es verdad. Mira lo que sigue: Vete y no peques más en adelante (Jn
8,10-11). El Señor dio la sentencia de condenación contra el pecado, no contra
el hombre. Si fuera favorecedor del pecado, le habría dicho: "Ni yo mismo
te condeno, vete y vive como quieras; bien segura puedes estar de mi
absolución; peques lo que peques, yo mismo te libraré de las penas, incluidas
las del infierno, y de sus verdugos." Pero no fue esta la sentencia.
San Agustín de Hipona. Comentarios sobre el
evangelio de San Juan 33,4-6
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