¡Amor y paz!
Caminar tras las huellas,
cargando nuestra cruz de cada día, es caminar hacia la plena realización de
nuestra propia Pascua. Pero ese camino no puede verse libre de persecuciones,
de críticas, de rechazos. No serán sólo nuestras palabras, sino nuestra vida,
congruente con la fe que profesamos, lo que se convierta en el mejor anuncio
del Mensaje de salvación.
Es posible que no nos quieran,
es probable que nos persigan y calumnien, pero lo importantes es que uno dé
testimonio de la fe que profesa y los principios que defiende.
Los invito, hermanos, a
leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este sábado de la 5a. Semana de
Pascua.
Dios nos bendice…
Evangelio según San Juan 15,18-21.
Jesús dijo a sus discípulos: «Si el mundo los odia, sepan que antes me ha odiado a mí. Si ustedes fueran del mundo, el mundo los amaría como cosa suya. Pero como no son del mundo, sino que yo los elegí y los saqué de él, el mundo los odia. Acuérdense de lo que les dije: el servidor no es más grande que su señor. Si me persiguieron a mí, también los perseguirán a ustedes; si fueron fieles a mi palabra, también serán fieles a la de ustedes. Pero los tratarán así a causa de mi Nombre, porque no conocen al que me envió.»
Comentario
Al contemplar a Cristo, su
amor por nosotros, su entrega en favor de nuestra salvación, su glorificación a
la diestra del Padre, percibimos nuestro amor, nuestra propia entrega y nuestra
propia glorificación, pues nuestro camino hacia la Gloria del Padre no puede
realizarse al margen de Cristo: en Él vivimos, nos movemos y somos. Por eso
confiemos nuestra vida totalmente en las manos del Señor; y, aún en las grandes
persecuciones que tengamos que sufrir por Él, no demos marcha atrás de un modo
cobarde, pues no es a los hombres sino a Dios a quien debemos agradar.
Al participar de la
Eucaristía sabemos que aceptamos las exigencias del Evangelio, de tal forma
que, en adelante, hemos de vivir totalmente comprometidos con Él; y el
Evangelio del Padre es Cristo. Hacer una nuestra vida con Él significa estar
dispuestos a Proclamar la Buena Noticia que el Padre Dios nos ha dado en Cristo
Jesús, y estar dispuestos a seguir su misma suerte. No buscaremos, de un modo
enfermizo e imprudente el ser sacrificados por Cristo, sino que asumiremos
responsablemente las consecuencias que nos vengan por creer en Él, aun la
muerte, si esto está dentro de los planes de Dios y no de los nuestros. La
participación en la Eucaristía, por tanto, nos coloca de frente a nuestra
propia cruz, con la mirada puesta no en el calvario, sino en la Gloria, que nos
espera después de haberlo dado todo por Cristo y por el bien de nuestros
hermanos.
Ojalá y que quienes
formamos la Iglesia de Cristo hubiésemos sido creados de una naturaleza
distinta de la de las demás personas de nuestro mundo. Pero Dios, en su amor
infinito y gratuito, nos ha llamado con santa llamada; nos ha perdonado, nos ha
santificado y nos ha enviado como signos de su amor salvador y misericordioso
para que todos encuentren, en la Iglesia de Cristo, el camino que nos salva y
nos conduce a la plena unión con Dios. Por eso no podemos pasarnos la vida
destruyéndonos mutuamente. Nuestra vocación, que mira a la salvación de toda la
humanidad, nos ha de llevar a trabajar constantemente por el Evangelio,
impulsados y obedientes al Espíritu Santo, que guía a la Iglesia de Cristo
mediante el signo sensible de los sucesores de Pedro y de los apóstoles, y que
se convierten también en signo de unidad entre nosotros.
Trabajemos, por tanto,
constantemente, a favor del Reino de Dios. Seamos fieles al Señor, vivamos
alegres por la esperanza, seamos pacientes en el sufrimiento y perseveremos en
la oración, especialmente rogando por los que nos persiguen. Acerquémonos a los
pecadores, a los que nos persiguen y maldicen, pues el Señor nos envió no a condenar,
sino a salvar todo lo que se había perdido. Y si por cobardía o por comodidades
personales no vamos a los pecadores para hacer llegar a ellos la salvación,
¿qué sentido tiene el cumplir con la Misión que el Señor nos ha confiado?
Que Dios nos conceda, por
intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber dar
un testimonio comprometido y valiente del Evangelio conforme al Espíritu de
Dios, que habita en nosotros. Amén.
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