¡Amor y paz!
La plegaria del hombre a su Padre celestial se
apoya en la bondad y la voluntad amorosa de Dios. Podemos estar seguros de ser
escuchados, siempre que aquello que pidamos esté en la línea del plan salvador
de Dios . (Misa dominical 1990/05).
Los invito, hermanos, a leer y meditar el evangelio
y el comentario, en este jueves de la 1ª. Semana de Cuaresma.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Mateo 7,7-12.
Jesús dijo a sus discípulos: Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá. ¿Quién de ustedes, cuando su hijo le pide pan, le da una piedra? ¿O si le pide un pez, le da una serpiente? Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre celestial dará cosas buenas a aquellos que se las pidan! Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos: en esto consiste la Ley y los Profetas.
Comentario
Cuando oramos no podemos llegar a Dios desde la
altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, sino desde un corazón
humilde y contrito, dispuestos a recibir de Dios no lo que nos imaginamos como
lo mejor para nosotros, sino lo que aceptamos como un don de Dios como lo que
más nos conviene en orden a nuestra salvación.
Por eso cuando oramos entramos en una verdadera
alianza con Dios. Estamos dispuestos a recibir sus dones, especialmente su
Espíritu Santo, no para malgastarlos, sino para vivir con mayor lealtad nuestro
ser de hijos de Dios. El Señor está dispuesto a concedernos todo aquello que
nos ayude para convertirnos en un signo cada vez más claro de su amor en el
mundo. Por eso no nos quedemos en peticiones de cosas pasajeras. Busquemos el
Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás llegará a nosotros por añadidura.
Centremos nuestra petición en el deseo y en la búsqueda del Reino que viene,
conforme a las enseñanzas de Jesús; así no sólo estaremos dispuestos a
acogerlo, sino también a cooperar para su venida. Que Dios nos conceda en
abundancia su Espíritu Santo para poder llegar a ser hijos de Dios en mayor
plenitud y para convertirnos en portadores del Reino de Dios.
Sabemos que somos frágiles, fácilmente inclinados al mal. El Señor nos reúne en torno a Él para fortalecernos y enviarnos a continuar trabajando por su Reino en el mundo. Dios no se quedó en simples promesas de salvación. Nosotros fallamos como un arco engañoso, pero Dios no nos ha abandonado; Él mismo ha salido a nuestro encuentro para ofrecernos su perdón. Sus promesas de salvación nos las ha cumplido por medio de su Hijo Jesús. Por su encarnación, por su vida, por su muerte y por su resurrección Dios nos rescató de las manos de nuestro enemigo. Y no sólo nos reconcilió con Él, sino que quiso convertirse en Padre nuestro, de tal forma que, por nuestra comunión de Vida con su Hijo Jesús, en verdad nos tiene como hijos suyos. La Eucaristía renueva esa Alianza nueva y definitiva entre Dios y nosotros. Pidámosle al Señor que nos conceda en abundancia su Espíritu para que siempre podamos permanecer unidos a Cristo, y, en Él, seamos sus hijos fieles y amados en quienes Él se complazca.
No porque por medio del Bautismo seamos hijos de Dios hemos quedado libres de las tentaciones, que quisieran destruir la vida del Señor en nosotros. Dios quiere caminar con nosotros. Su Iglesia no es la esposa que hace el bien siguiendo el ejemplo de su Señor; la Iglesia es aquel Cuerpo mediante el cual el Señor continúa realizando su obra de salvación en el mundo. El Señor permanece entre nosotros, todos los días, hasta el fin del mundo; y la Iglesia es la responsable de esa presencia de Cristo entre nosotros. Continuamente debemos dar razón de nuestra fe y de nuestra esperanza. Pero sabiendo que estamos sujetos a una diversidad de tentaciones y de persecuciones, hemos de acudir al Señor para que el mal no nos domine. Debemos ser un signo de la Victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte. Quienes hemos recibido el Bautismo hemos sido configurados con Cristo y no podemos levantarnos en contra de nuestro prójimo, sino hacer el bien a todos y trabajar, esforzadamente, para que la salvación de Dios llegue hasta el último confín de la tierra, aun cuando en ese esfuerzo, lleno de amor, tengamos que entregar nuestra propia vida. Seamos personas de oración; sólo así Dios hará que su Espíritu no haya sido recibido en balde por nosotros, sino que nos lleve a trabajar por el Evangelio para que todos pueda llegar a alabar al Señor eternamente.
Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de acoger con gran amor su Espíritu Santo en nosotros para que, con su Fuerza, podamos convertirnos en un signo de la bondad de Dios para todos los pueblos. Amén.
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