Estamos entrenados para
ganar el mundo o, por lo menos, para que intentemos disfrutar todo lo más posible de lo que él nos ofrece. Esto, se traducirá en más o menos poder, tener y placer, esos verbos
en infinitivo por los que el mundo nos valora.
Sin embargo, Jesús nos advierte
hoy en el Evangelio: “¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si
pierde y arruina su vida?” Entonces, la contrapregunta es: ¿Cómo ganar la vida?
Y Él contesta: “el que pierda su vida por mí, la salvará”.
¿Cómo se pierde la vida
por Jesús? Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario,
en este ‘Jueves de Ceniza’.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Lucas 9,22-25.
"El Hijo del hombre, les dijo, debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día". Después dijo a todos: "El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la salvará. ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde y arruina su vida?
Comentario
Hace algunos años estuve
visitando una casa de asistencia a gente disminuida. Eran unas religiosas las
que cuidaban con cariño y extremo cuidado a esas personas que, en su mayoría,
habían sido abandonadas por sus familiares porque, en definitiva, les
resultaban un estorbo. Es verdaderamente incómodo el que tengas en casa a
alguien que no se vale por sí mismo, y que tiene que ser asistido por otra
persona incluso hasta los cuidados más elementales, como puede ser la higiene
personal. Lo más cómodo es que sean otros los que se hagan cargo de esa
situación, porque uno “se debe” a otro tipo de obligaciones y necesidades
sociales… ¿Es ésta la lección práctica de nuestra sociedad del bienestar? No
nos puede extrañar, entonces, el que algunos justifiquen como un bien común la
muerte asistida, es decir, la eutanasia pura y dura.
Sin embargo, lo que me
sorprendió no fue tanto la situación en la que se encontraba esa gente
desvalida; sino que al entrar en la capilla que tenían dichas religiosas, y
disponerme a rezar un poco, tropecé con uno de sus libros de oraciones. Algunos
de los salmos estaban subrayados, e incluso con comentarios personales. Uno de
ellos era precisamente el de hoy: “Dichoso el hombre que ha puesto su confianza
en el Señor”. Y la observación manuscrita que venía a continuación rezaba de
esta manera: “Señor, que sepa sonreír con la mejor de tus sonrisas, cada
mañana, y al mirar a los ojos de cada uno de estos tus predilectos que has
puesto a mi cuidado, vea tus mismos ojos, Jesús mío”.
Por lo visto, esas
religiosas se levantaban todos los días a las cinco de la mañana para rezar y
asistir a la santa Misa y, posteriormente, dedicarse durante todo el día a
cuidar a esa gente enferma. Y yo, no es que me sintiera conmovido, sino que,
como en otras ocasiones, me llené de vergüenza. La admiración por el servicio
que, no sólo prestaban, sino la entrega permanente de una vida por amor a Dios
y a los hombres, me resultaba un “impertinente” revulsivo que susurraba en mi
interior: “Y tú, ¿qué haces por Mí”.
Más allá del drama de
aquellos que sufren y que nos conmueven al ver su situación de penuria y
hambre, mayoritariamente en la televisión o en los periódicos, está nuestro
propio drama personal. Nos dejamos llevar, ¡en tantas ocasiones!, por
sentimientos y compasiones prestados, es decir, por la moda y la denuncia que
nos dicen que hay que soportar, que olvidamos en qué situación nos encontramos
personalmente. Ayer, por ejemplo, recordábamos nuestra condición de hombres y
mujeres pecadores; pero, ¿de qué nos sirve recordar esto, si no practicamos lo
esencial?
“El que quiera seguirme,
que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo”. Esto
es lo que nos pide Jesús que hagamos por Él. Y no precisamente como para
hacerle un favor, sino para hacérnoslo a nosotros mismos. Ésta debería ser la
actitud con la que tendríamos que despertarnos cada mañana, sabiendo que el
mismo Dios me espera en la “esquina” de cualquier contradicción o contrariedad,
aunque sea la más pequeña. Empezar por ahí es entender en qué consiste el amor…
pero el amor de verdad, no el que quiere justificar la pasión desordenada, o la
debilidad que ya conocemos; sino aquel otro que me dice que a pesar de todo lo
que pueda ganar en este mundo, de poco me valdrá si no lo tengo a Él.
¡Bendita paradoja la del cristiano que, muriendo a lo que otros se empeñan por alcanzar, aún dando la propia vida, alcanza la verdadera salvación! Éste es el mensaje de esta Cuaresma, y de cada uno de nuestros días… Yo, por lo demás, sigo rezando por esas religiosas que entregan con tanta generosidad su tiempo y su vida, y que con sus notas, junto al margen de los salmos, me enseñaron a poner un poco más la confianza en Dios, y desdeñar de la mía propia.
¡Bendita paradoja la del cristiano que, muriendo a lo que otros se empeñan por alcanzar, aún dando la propia vida, alcanza la verdadera salvación! Éste es el mensaje de esta Cuaresma, y de cada uno de nuestros días… Yo, por lo demás, sigo rezando por esas religiosas que entregan con tanta generosidad su tiempo y su vida, y que con sus notas, junto al margen de los salmos, me enseñaron a poner un poco más la confianza en Dios, y desdeñar de la mía propia.
Archimadrid
2004
www.mercaba.org
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