¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios y el
comentario, en este Domingo XXI del Tiempo Ordinario, ciclo C.
Dios nos bendice...
Primera lectura
Lectura del libro de Isaías (66,18-21):
Esto dice el Señor:
«Yo, conociendo sus
obras y sus pensamientos,
vendré para reunir
las naciones de toda
lengua;
vendrán para ver mi
gloria.
Les daré una señal,
y de entre ellos
enviaré
supervivientes a las naciones:
a Tarsis, Libia y
Lidia (tiradores de arco),
Túbal y Grecia, a
las costas lejanas
que nunca oyeron mi
fama ni vieron mi gloria.
Ellos anunciarán mi
gloria a las naciones.
Y de todas las
naciones, como ofrenda al Señor,
traerán a todos
vuestros hermanos,
a caballo y en
carros y en literas,
en mulos y
dromedarios,
hasta mi santa
montaña de Jerusalén
—dice el Señor—,
así como los hijos
de Israel traen ofrendas,
en vasos
purificados, al templo del Señor.
También de entre
ellos escogeré
sacerdotes y levitas
—dice el Señor—».
Palabra de Dios
Salmo
Sal 116,1.2
R/. Id al mundo entero y proclamad el Evangelio
V/. Alabad al Señor
todas las naciones,
aclamadlo todos los
pueblos. R/.
V/. Firme es su
misericordia con nosotros,
su fidelidad dura
por siempre. R/.
Segunda lectura
Lectura de la carta a los Hebreos (12,5-7.11-13):
Hermanos:
Habéis olvidado la
exhortación paternal que os dieron:
«Hijo mío, no
rechaces la corrección del Señor,
ni te desanimes por
su reprensión;
porque el Señor
reprende a los que ama
y castiga a sus
hijos preferidos».
Soportáis la prueba
para vuestra corrección, porque Dios os trata como a hijos, pues ¿qué padre no
corrige a sus hijos?
Ninguna corrección
resulta agradable, en el momento, sino que duele; pero luego produce fruto
apacible de justicia a los ejercitados en ella.
Por eso, fortaleced
las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, y caminad por una senda
llana: así el pie cojo, no se retuerce, sino que se cura.
Palabra de Dios
Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Lucas
(13,22-30):
En aquel tiempo,
Jesús pasaba por ciudades y aldeas enseñando y se encaminaba hacia Jerusalén.
Uno le preguntó:
«Señor, ¿son pocos
los que se salvan?».
Él les dijo:
«Esforzaos en entrar
por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán.
Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y
llamaréis a la puerta diciendo:
Señor, ábrenos;
pero él os dirá:
“No sé quiénes
sois”.
Entonces comenzaréis
a decir:
“Hemos comido y
bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas”.
Pero él os dirá:
“No sé de dónde
sois. Alejaos de mí todos los que obráis la iniquidad”.
Allí será el llanto
y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, a Isaac y a Jacob y a todos
los profetas en el reino de Dios, pero vosotros os veáis arrojados fuera. Y
vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en
el reino de Dios.
Mirad: hay últimos
que serán primeros, y primeros que serán últimos».
Palabra del Señor
Comentario
No puede negarse el aporte que ha hecho el desarrollo del
individuo en la modernidad respecto a sus derechos, su libertad de conciencia,
su autonomía, su responsabilidad, su proyecto de vida, el desarrollo de la
personalidad y los carismas individuales.
Tampoco
podemos desconocer su parte problemática: egoísmo, auto-referencialidad,
desigualdades sociales, económicas, políticas, etc.
En
general, las religiones cumplen una función comunitaria, grupal, social de
manera que o bien niegan la existencia del ser individual, como el budismo o
bien piden el sacrificio propio en función de los demás como el cristianismo.
En el
budismo zen se ve la expresión “yo soy” como la causa de todos los infortunios
del ser humano y de los demás seres animados o inanimados. El “yo” es
simultáneamente la causa y la víctima del veneno existencial, la
auto-intoxicación. Por ello es necesario “matar el yo” (muga) para llegar a la
iluminación.
En el
cristianismo el movimiento existencialista ha puesto el problema del individuo
a la vanguardia de su reflexión (Pascal, Kierkegaard, Sartre, Heidegger) con
grandes aportes a la misma teología. Han analizado la complejidad de algo
aparentemente tan claro y sencillo como el “yo”. El evangelio habla de
renunciar a sí mismo, negarse, dar la propia vida, perder la vida para ganarla,
llegando a algo similar a otras religiones, pero suponiendo siempre que se hace
libre y voluntariamente; que se hace por amor, no por necesidad u obligación.
Sin
embargo, el cristianismo, como otras religiones, busca seducir el mayor número
de seres humanos posible para que entren en su concepción de vida. Toda
religión aspira a salvar el mayor número posible y ojalá a toda la humanidad.
En el judaísmo se discutía si la salvación era para todo el pueblo judío o para
los justos. Aunque algunos profetas fustigan el nacionalismo judío, como Amós y
Oseas, en general se entendía que la salvación era para todo el pueblo. El
justo tendría, precisamente, la función de ser salvación para otros. Como
cuando Yahvéh bendice a alguien en particular que debía ser bendición para los
demás. Igual sucede en el cristianismo con los sacramentos: no son para
salvarse sino para salvar a otros, o mejor, para salvarse salvando.
La
pregunta que hacen a Jesús sobre el número de salvados no tiene pues sentido en
el cristianismo o no ser que se conciba como una secta, un club privado, un
grupo de privilegiados, un arca de Noé. Decía el profesor Ratzinger: “Dios no
divide a la humanidad en “pocos” y “muchos” para arrojar a éstos a la fosa de
perdición y salvar a aquéllos, ni tampoco para salvar a los “muchos” fácilmente
y a los “pocos” con muchos requisitos, sino que utiliza a los “pocos” casi como
el punto de apoyo de Arquímedes con el que poder sacar de quicio a los
“muchos”, como palanca con que atraerlos a Sí”.
El mismo
Moisés, en los conflictos entre Yahvéh y el pueblo, prefiere ser borrado del
libro de la vida que dejar de estar del lado del pueblo judío. Igualmente Pablo
prefiere se separado de Cristo si esto ayuda a la salvación de sus hermanos
judíos (Rm 9:3).
La
respuesta de Jesús no entra en cálculos numéricos sino en la recomendación de
la puerta estrecha, contarse entre los últimos (siervos, esclavos, servidores,
diáconos) como auténtica imagen de los que construyen reinado de Dios. La forma
literaria del relato exige hablar de la suerte de quienes no obran así, pero
como en otro comentario se dijo, corresponde al lenguaje amenazante de los
profetas que no debe entrar en el lenguaje cristiano.
Jesús no
busca amenazar sino seducir por el amor; no busca condenar sino salvar; no
busca excluir sino incluir; no invita a maldecir sino a bendecir; invita a amar
y orar por los enemigos. “No sé quién sois”, “ no sé de dónde sois”, “¡Retiraos
de mí!”, resultan frases extrañas puestas en boca de quien dice haber venido a
llamar a los pecadores y no a los justos, a atender a los enfermos y no a los
sanos, a servir y no a ser servido, a dar la vida por todos.
Para
algunos serían palabras del fin de los tiempos, pero en el evangelio Jesús deja
el fin al Padre y se siente a gusto no sabiendo del fin. Muchos creyentes de la
primitiva comunidad cristiana quizás se sentían perdidos con este lenguaje
profético o escatológico, propio del Apocalipsis y sus batallas finales.
La
imagen de los dos caminos: ancho y estrecho; de las dos puertas: ancha y
estrecha, son comunes en la literatura religiosa; así aparecen en el apócrifo
Testamento de Abrahán.
También
en las escuelas filosóficas, especialmente de estoicos y epicúreos. Es común en
la literatura espiritual, con acento penitencial, como el de las tres vías:
purgativa, iluminativa y unitiva. Las casas de té del budismo zen tenían una
puerta tan estrecha que los samuráis tenían que despojarse de sus armas y sus
arreos para poder entrar. Los puentes curvos medievales buscaban impedir que
pasaran los jinetes con sus caballos. Las puertas de las ciudades antiguas
buscaban que no entraran las tropas. Yahvéh habría consolidado las puertas de
Jerusalén para que tuvieran paz y solo entraran los justos. En el mundo antiguo
oriental, los santuarios eran considerados como “puertas del cielo” por las que
Dios se acercaba al hombre. David impartiría justicia desde la puerta.
Muchos
dioses de la antigüedad se representaban como porteros. Jesús se compara a sí
mismo como puerta del rebaño: «Entonces Jesús les dijo de nuevo: En verdad, en
verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas» (Jn 10:7). «Yo soy la puerta;
si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará pasto. (Jn
10:9). La puerta estrecha para Jesús es la de la pasión, por la que el mismo
Pedro no quería entrar. Pasión que viene por el servicio a los demás.
Pablo,
sin embargo, prefiere hablar de puertas abiertas como la puerta abierta a los
gentiles. «Porque se me ha abierto una puerta grande y prometedora, y los
enemigos son muchos» (1 Co 16:9).
La
puerta, pues, tiene la pluralidad de sentidos que permite su uso en las
metáforas. Francisco anhelaba que todas las puertas de los templos católicos
permanecieran abiertas día y noche como gesto de acogida. La “casa de Dios”
como la casa de todos. La Jerusalén celestial tendría (visión apocalíptica)
doce puertas, que están siempre abiertas. El bien circula libremente. En la
Pascua judía la puerta debía dejarse abierta para que quien tuviera hambre
pudiera entrar y comer.
El mundo
contemporáneo contempla la multiplicación de puertas estrechas o cerradas: para
entrar en las casas de familia con serpentinas, perros y cercas eléctricas,
para entrar en los países y continentes con sus equivalentes. Todo extranjero o
extraño se ve como amenaza, como peligro. Son las nuevas formas de salvación
económica, social, cultural, política e incluso religiosa para una minoría, que
ve en riesgo su disfrute. Como en la Edad Media se llegó decir que los santos
se alegraban de ver a los condenados sufriendo sus merecidos tormentos.
Así se
expresa Tomás de Aquino, Catalina de Siena, Luis María Grignon de Monfort, y no
pocos de los jansenistas. Podríamos decir, poéticamente por supuesto, que la
condenación de uno solo es un fracaso para la encarnación. Dios no se hizo “un
hombre” se hizo “carne”, humanidad. No puede el cristiano sentirse bien
mientras otros estén mal; sentirse salvado mientras los demás estén condenados;
sentirse satisfecho mientras los demás carecen; sentirse salvado y los demás
condenados.
Si el
creyente pasa por la puerta estrecha, pasa por el portón de la servidumbre para
abrir desde dentro el portón principal. Es el principio para su tener (para
compartir), poder (para servir), capacidades (como carismas al servicio de la
comunidad). Precisamente católico (con minúscula) significa para todos;
Católico (con mayúscula) puede terminar en una marca registrada (trademark),
comercial, para unos pocos.
Apuntes del Evangelio
Luis Javier Palacio Palacio, S.J.
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