¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a
leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este jueves en que celebramos la
solemnidad de Nuestra Señora de Guadalupe, patrona de América y Filipinas.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Lucas 1,39-48.
En aquellos días, María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: "¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor". María dijo entonces: "Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador, porque el miró con bondad la pequeñez de tu servidora. En adelante todas las generaciones me llamarán feliz,
Comentario
En diciembre de 1531, diez
años después de tomada la ciudad de Méjico por Cortés. caminando el indito Juan
Diego por el rumbo del Tepeyac—colina que queda al norte de la metrópoli—, oyó
que le llamaban dulcemente. Era una hermosísima Señora, que le habló con
palabras de excepcional ternura v delicadeza; que le dijo: "Yo soy la
siempre virgen Santa María Madre del verdadero Dios, por quien se vive", y
le pidió que fuera al obispo (Zumárraga) para contarle cómo ella deseaba que
allí se le alzara un templo. El obispo, con muy católica prudencia, le
respondió que pidiera a la Señora alguna prueba de su mensaje. Obtúvola Juan
Diego: unas rosas y otras flores que en pleno invierno y en la cumbre estéril
cortó él por mandato de la Señora y recogió en su tilma o ayate—suerte de capa
de tela burda que, atada al cuello, usaban los indios más humildes—; y, al
extender ante el obispo Zumárraga la tilma, cayeron las flores y apareció en
ella pintada la imagen de la Virgen.
Ese mismo ayate es el que
se venera en nuestra basílica de Gaudalupe. Sus dos piezas están unidas
verticalmente al centro por una tosca costura: lo menos adecuado y elegible
humanamente para pintar una efigie de tan benigna y encantadora suavidad, que
por cierto mal puede apreciarse en las múltiples copias que corren por el
mundo. Lo mejor es, modernamente, la directa fotografía a colores. Técnicos en
ésta y otras novísimas especialidades afines han estudiado con asombro, en nuestros
días, la pintura original, como antaño la estudiaron el célebre pintor Miguel
Cabrera o el cauteloso investigador Bartalache.
Un contemporáneo de las
apariciones, don Antonio Valeriano, indio de noble ascendencia y de relevante
categoría intelectual y moral, alumno fundador del colegio franciscano de
Tlalateloco hacia 1533, narra el milagro según lo conocemos. Su relato, en
lengua náhuatl, desígnase—como las encíclicas—por las palabras con que empieza:
Nican Mopohua. El maruscrito autógrafo perteneció a don Fernando de Alba
Ixtlixóchitl, pasó luego a poder del sabio Sigüenza y Góngora—quien da
memorable testimonio jurado de su autenticidad—y fue reproducido en letra de
molde por Lasso de la Vega en 1649, incorporándolo en el volumen náhuatl que
conocemos por sus primeras palabras: Huei Tlamahuizoltica. Este volumen fue
traducido en su integridad al castellano, en 1926, por don Primo Feliciano
Velázquez y publicado a doble página—fotocopia de la edición azteca y versión
española—por la Academia Mejicana de Santa María de Guadalupe. Hay nueva
edición, de 1953, bajo el título de mi estudio Un radical problema guadalupano,
donde se escudriña con rigor la autenticidad del Nican Mopohua, el más antiguo
relato escrito de la "antigua, constante y universal" tradición
mejicana.
Esta, lejos de
obscurecerse o arrumbarse al paso del tiempo, se ha robustecido con los
modernos y exigentes estudios críticos, que, sobre todo a partir del cuarto
centenario (1931), han desvanecido objeciones y confirmado la historidad de lo
que el pueblo mejicano viene proclamando, desde los orígenes hasta hoy, con un
plebiscito impresionante.
Porque el caso de nuestra
Virgen de Guadalupe es singular. En otros países católicos hay diversas
advocaciones de gran devoción—digamos las Vírgenes del Pilar, o de Covadonga, o
de Montserrat en España—, pero que tienen mayor o menor ímpetu y arraigo según
las zonas geográficas o las inclinaciones personales; mas ninguna de ellas
concentra la totalidad de la nación en unidad indivissible, y ninguna de ellas—como
tampoco la de Lourdes, en Francia, por ejemplo—viene a ser el símbolo
indiscutido de la patria. Y en Méjico así es. A tal punto que hasta un liberal
tan notorio como don Ignacio Manuel Altamirano llegó a estampar: "El día
en que no se adore a la Virgen del Tepeyac en esta tierra, es seguro que habrá
desaparecido no sólo la nacionalidad mejicana, sino hasta el recuerdo de los
moradores de la Méjico actual".
Por otra parte, la
Iglesia, siempre tan prudente y parsimoniosa en estas cuestiones, así como ha
corregido o eliminado ciertas lecciones inspiradas en vetustos relatos píos,
pero inseguros, ha obrado al contrario tratándose del caso del Tepeyac; y así,
al aproximarse la esplendorosa coronación de nuestra Virgen en 1895, y
habiéndose recibido y considerado en Roma los estudios y gestiones del grupito
que a la sazón ponía en tela de juicio la historicidad del milagro, fue el
sapientísimo León XIII quien concedió para nuestra fiesta del 12 de diciembre
nuevo oficio litúrgico, en que se narra el prodigio "tal como nárralo la
antigua y constante tradición (uti antiqua et constanti traditione mandatur); y
el 12 de octubre de 1945, al celebrarse el cincuentenario de dicha coronación,
fue el docto y santo Pío XII quien, hablando por radio, en lengua española,
desde el Vaticano para Méjico, afirmó rotundamente el milagro: "en la
tilma del pobrecito Juan Diego, pinceles que no eran de acá abajo dejaban
pintada una imagen dulcísima", y llamó a nuestra Patrona no sólo
"Reina de Méjico", sino, con anchura continental sin restricción,
"Emperatriz de América": de toda América.
Y ahora cabe dilucidar un
problema sugeridor: el de la identidad del nombre de la Virgen de Guadalupe de
Méjico y de la Virgen de Guadalupe de Extremadura.
A cuenta de ello, y por
manera sumamente explicable y natural, muchos españoles y aun escritores
distinguidísimos han sufrido larga confusión, entendiendo que se trata, si no
de la misma cosa, al menos de una especie de prolongación o trasplante a
América de la Virgen extremeña. Y, al encontrar la proliferación del nombre de
Guadalupe en documentos, lugares y templos del Nuevo Mundo, han supuesto que
todo toma su origen en la advocación peninsular, cuando en la enorme mayoría de
los casos lo toma en la devoción mejicana
Y huelga decir que el
esclarecer y precisar una distinción de orden rigurosamente histórico no
implica, por el más remoto y furtivo de los asomos, la tontería pueblerina y
anticatólica de poner como en pugna o emulación dos advocaciones de la
mismísima Señora del cielo. Se trata sólo de que los hechos se conozcan y
difundan como son.
Por lo demás, y acá de
tejas abajo, tan gloriosa puede sentirse la Madre española como la Hija
mejicana de aquel portento del Tepeyac, que nos dejó la única imagen en el orbe
no pintada por humano pincel. Lo cual arrancó al Pontífice Benedicto XIV
aquella memorable aplicación de la palabra de la Escritura: Non fecit taliter
omni nationi.
Expongamos sintéticamente
el fruto de una dilatada reflexión.
De venerable antigüedad,
la imagen extremeña, escondida para salvarla cuando la invasión sarracena, fue
encontrada a fines del siglo XIII por el pastor Gil Cordero. Ello dió origen a
la fundación de la iglesia y más tarde del estupendo monasterio de Guadalupe.
Una intensa devoción halló centro en aquella casa espléndida donde el arte, la
ciencia y la caridad resplandecieron. Allá en vísperas de su aventura oceánica,
fue Cristóbal Colón, y por la Virgen extremeña puso nombre a la isla de
Guadalupe, en las Antillas. Hernán Cortés, cuando volvió a España (antes de
1531), llevó como exvoto al monasterio un alacran de oro, Y como el propio don
Hernando y otros conquistadores traían en el alma y en la costumbre aquella
devoción, lógico y fácil era que la hubiesen trasplantado a nuestras tierras de
América. Y de hecho la trasplantaron.
Explícase así sobradamente
que, desde lejos y sin particularísimo estudio del caso del Tepeyac, se haya
formado y difundido en España la impresión de que la Virgen de Guadalupe
mejicana es la misma Virgen de Guadalupe extremeña, o siquiera su proyección
más o menos modificada. Pero no es así.
En Méjico todos sabemos
cómo en 1531 la Virgen se mostró varias veces al indito Juan Diego, cómo le
hizo cortar unas rosas por seña de su embajada al obispo y cómo al extender el
indio su tilma ante Zumárraga, apareció misteriosamente impresa en ella la Señora
del Tepeyac.
Esas apariciones y esa
tilma prodigiosamente pintada no tienen la más leve relación con la
preexistente imagen de Extremadura. Trátase absolutamente de otra cosa. Es un
hecho distinto y nuevo, como nuevo y distinto era el hecho del descubrimiento y
mestizaje de América.
Así como por su origen y
su historia, también por su imagen y su culto son perfecta y radicalmete
distintas la Virgen de Extremadura y la Virgen del Tepeyac.
La extremeña es una
escultura: lleva al Niño en el brazo izquierdo y representa la maternidad de
María; la tepeyacense es una pintura: sin Niño, las manos juntas, representa la
Inmaculada Concepción. No hay en las efigies ni la más remota semejanza.
Y, en cuanto al culto, el
mejicano nació y se ha engrandecido durante cuatro siglos única y precisamente
al pie de la tilma del milagro, sin la más tenue conexión con la imagen de
Extremadura, cuya existencia misma es evidente que ignoran millones y millones
de indígenas y otros compatriotas no ilustrados que vierten su dolor y su
ternura ante la Madre del Tepeyac.
Pero ¿por qué entonces, si
se trata de casos tan absolutamente apartados y autónomos, ambas imágenes se
designan con el mismísimo nombre de Guadalupe?
Que se llame así la de
Extremadura es natural: tomó el nombre del sitio en que fue encontrada y donde
se le alzó templo: Guadalupe, vocablo arábico que -siempre la divergencia entre
etimologistas- significa río de luz, o río de lobos, o río encendido.
Pero ¿por qué se llama de
Guadalupe la Virgen mejicana? No se nombraba así, sino Tepeyac, el sitio donde
Ella apareció y donde se levantó su ermita primera. La Virgen no tomó el nombre
del lugar; más tarde el lugar tomó el nombre de la Virgen.
Lo que parece insoluble y
a muchos despista tiene, no obstante, un motivo muy claro y muy concreto: la
Virgen misma, al mostrarse a Juan Bernardino, tío de Juan Diego le dijo:
"Que bien la nombraría, así como bien había de nombrarse su bendita
imagen, la siempre virgen Santa María de Guadalupe".
Así consta textualmente en
el Nican Mopohua la más vetusta relación del milagro, escrita no en castellano
ni por un español, sino en lengua azteca y por un indio ilustre, don Antonio
Valeriano. El cual, en su texto náhuatl original, incorpora en castellano las
palabras Santa María de Guadalupe".
La Señora del Tepeyac
quiso, pues, ser designada con el nombre de Guadalupe. ¿Por qué? Esto no lo
sabemos. Pero, aunque no lo sabemos, creo
que razonablemente podemos avanzar
una plausible conjetura.
Podemos nosotros
conjeturar que quiso la Señora darse un nombre que fuera familiar y atrayente
para los españoles, sobre todo extremeños como Cortés, que consumaron la
conquista, y que, al favorecer con predilección a Juan Diego, representante de
los vencidos, quiso al propio tiempo atraer con dulzura a los vencedores, y a unos
y a otros hermanarlos en la misma devoción. No vino Ella a abrir abismos entre
vencedores y vencidos: vino a cerrarlos. Y, al sublimar con un privilegio
excepcional a los postergados, halló un medio suavísimo de que a los
dominadores sonara a tradición la novedad y a cosa propia y familiar la
extrañeza.
Y de hecho, como
históricamente consta, se dió el caso extraordinario de que, desde los años
primerísimos, conquistados y conquistadores fraternizaran a los pies de la
Virgen del Tepeyac. Ella, que—contra lo comúnmente repetido—no muestra
fisonomía ni color de india, sino de mestiza, anunció el beso de las razas que
fundaría la nacionalidad que estaba amaneciendo. Y así como juntó plásticamente
en el milagro al español Zumárraga y a Juan Diego el aborigen, y así como con
rosas de Castilla se estampó para siempre en el ayate sublimado del indio,
quiso en todo ser nuncio. ejemplo y símbolo de la fusión amorosa que forjaría a
Méjico. De la fusión amorosa que forjaría a toda Hispanoamérica y traería al
mundo este coro magnifico de pueblos que hoy llamamos la Hispanidad.
Por eso, en expansión
cargada de sentidos, ha rebasado las fronteras nuestra Virgen de Guadalupe.
Ella, en Méjico, se
identifica con la substancia de la patria. Presidió el nacimiento de nuestra nacionalidad.
Aceleró la propagación del Evangelio. Fue lábaro de nuestra independencia.
Congrega en tumultuoso plebiscito a todas las almas y conquista el respeto o la
ternura aun de los descreídos y renuentes. Ella ha amparado y reverdecido
nuestra fe después de más de un siglo de ataques insidiosos o brutales. A ella
van nuestras lágrimas, nuestras alegrías, nuestras esperanzas. Ella es emblema
autóctono, negación de exotismos desintegradores, vínculo sumo de unidad
nacional. En los cimientos del Tepeyac están los cimientos de la Patria.
Pero la Madre y Patrona de
Méjico es también, por viva instancia de los países indoibéricos que el santo
Pío X sancionó en 1910, Madre y Patrona de toda la América hispana. Pío XI, en
1935, incluye en el patronato a las islas Filipinas, hondamente vinculadas con
el mundo español. Y en 1945 Pío XII la proclama a boca llena Emperatriz de
América. Y—sin contar repercusiones impensadas y sorprendentes en el corazón de
los Estados Unidos, y de Francia, y de otros países ilustres—en 1950 la vieja
madre de la estirpe, al coronar espléndidamente en Madrid a nuestra Virgen de
Guadalupe, coronó espléndidamente el ciclo de esa expansión providencial. El
sentido histórico del mensaje cobró así su plenitud.
Porque Juan Diego no era
sólo Juan Diego, sino la desvalida encarnación de todas las razas aborígenes.
Zumárraga no era solo Zumárraga, sino la ardiente personificación de todos los
evangelizadores hispanos. Y las rosas de Castilla exprimieron la policromía de
sus jugos, símbolo de la savia toda de España, para embeberse en el ayate del
indio, fundirse con él y estampar en sus fibras, transfiguradas y extasiadas
para siempre, la imagen celeste de María. Y por eso el milagro de Santa María
de Guadalupe maravillosamente simboliza, resume y señorea este humano milagro
de la Hispanidad. Y ambos portentos, lejos de encerrarse en un ámbito
exclusivo, se dilatan por todos los horizontes y abren los brazos en un anhelo
universal—católico—de amor.
Alfonso
Junco
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