¡Amor y paz!
Algunos vieron a Jesús,
pero no creyeron en él; otros lo vieron y sí creyeron. Sin embargo, lo más
importante en la vida cristiana, no es el haber visto, sino haber creído. Tan
es así, que Jesús le dice a Tomás: "Bienaventurados
los que no han visto y han creído" (cf. Jn 20,29). Juan, el apóstol
y evangelista, fue uno de los privilegiados que vio a Jesús y creyó en él. De
hecho, no todos los evangelistas conocieron a Jesús, pero los cuatro nos
enseñan a creer en él.
Los invito, hermanos, a
leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este viernes en que celebramos la
fiesta de San Juan, apóstol y evangelista.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Juan 20,2-8.
Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto". Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró. Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte. Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó.
Comentario
1. Veinte años tendría
escasamente cuando Jesús le llamó, Fue, sin duda, el más joven de los discípulos
y menor que el Maestro en una buena docena de años,
Ribereño del lago de
Tiberíades, ni su género de vida como pescador, ni aquella fogosidad juvenil
que le mereció el título de Boanerges (= hijo del trueno" ), compartido
con su hermano Santiago el Mayor; ni su actividad apostólica en los tiempos
heroicos de la primitiva Iglesia palestinense; ni su longevidad casi
centenaria, la cual supone una constitución somática vigorosa; ni la intrepidez
con que defendió, frente a herejes gnósticos—llamándoles
"anticristos"—, la verdadera fe en Jesús Dios-hombre; ni la densidad
sublime de su teología y de su mística, basadas, sin embargo, en la realidad
histórica: nada de esto autoriza esa figura de jovencito blandengue—casi
femenil, si no enfermizo—, tantas veces representada por un arte iconográfico
que parece ignorar los datos bíblicos. Si Juan fue "el discípulo a quien
amaba Jesús" y el más joven de los apóstoles, fue también el pescador
robusto y vigoroso, el mozo equilibrado y sereno que respetuosamente sabe
quedarse en segundo lugar cuando acompaña a Pedro; el hombre varonil a quien
Jesús confía de por vida su propia Madre como herencia; el teólogo que, sin
perder el contacto con la tierra, sabe elevarse a tales cumbres teológicas como
ningún otro escritor neotestamentario, ni siquiera San Pablo. Todo ello supone
una personalidad riquísima en cualidades humanas y una entrega interna y
externa, total y decisiva, al amor y al servicio del Maestro.
Dos etapas conócense de su
vida, separadas por un largo silencio de casi medio siglo. Los detalles de la
primera quedaron consignados en los libros sagrados del Nuevo Testamento; los
de la segunda, en la más estricta y depurada tradición contemporánea. Entre
ambas, la carencia de datos durante ese prolongado silencio.
2. Respecto de la primera
etapa sabemos que Juan era de Betsaida, a orillas del lago, patria también de
Pedro. Sus padres fueron Zebedeo y Salomé (¿hermana de San José?). Los hijos de
este matrimonio, Santiago y Juan, fueron pescadores, como su padre, pero no de
condición precaria, puesto que tenían a su servicio jornaleros, poseían barca
propia, pescaban al copo con amplia red barredera, y su madre era una de
aquellas piadosas mujeres que con sus bienes sufragaban las necesidades
materiales del Maestro, Juan, su hermano Santiago
y su amigo Pedro formaban el grupo predilecto de Jesús, Los tres fueron
testigos directos de la resurrección de la hija de Jairo, de la transfiguración
de Jesús en el Tabor, de su agonía en Getsemaní.
Jesús tuvo tal predilección
por Juan que éste se señalaba a sí mismo como "el discípulo a quien amaba
Jesús". En la noche de la cena reclinó su cabeza sobre el costado del
Maestro y fue el único discípulo que estuvo al pie de la cruz, a quien Jesús
agonizante dejó encomendada su divina Madre.
Su amistad con Pedro fue
de siempre. Paisano suyo y compañero de pesca, ellos dos fueron los encargados
por Jesús de preparar la ultima cena pascual. También fue Juan, seguramente, el
que introdujo a Pedro en la casa del sumo sacerdote durante la noche de la
pasión. Y en la mañana de la resurrección ambos comprueban juntos que el
sepulcro está vacío. Juntos aparecen también en la curación del paralítico por
Pedro, en la detención y en el juicio sufrido ante el Sanedrín, y en Samaria,
adonde van en nombre de los Doce, para invocar allí, sobre los ya creyentes, al
Espíritu Santo. Y cuando San Pablo, allá por el año 49, vuelve a Jerusalén al
final de su primera expedición misionera, encuentra allí a Pedro y a Juan, a
quienes califica de "columnas" de la Iglesia.
3. La segunda etapa de su
vida coincide con el último decenio del primer siglo de nuestra era poco más o
menos. Juan es ahora el oráculo de los cristianos de la provincia romana de
Asia, es decir, del litoral egeo y parte de tierra adentro de la actual
Turquía. El centro de su actividad apostólica es siempre Éfeso.
Él mismo nos dice en el
Apocalipsis que estuvo desterrado en Palmos por haber dado testimonio de Jesús.
Esto debió de acontecer durante la persecución de Domiciano (años 81-96 d. C.).
Su sucesor, el benigno y ya casi anciano Nerva (a. 96-98), concedió una
amnistía general, en virtud de la cual pudo Juan volver a Éfeso. Allí nos lo
sitúa la tradición cristiana de primerísima hora, cuya solvencia histórica es
irrecusable. El Apocalipsis y las tres cartas de Juan atestiguan igualmente que
su autor vive en Asia y que goza allí de extraordinaria autoridad. Y no es para
menos. En ninguna otra parte del mundo civilizado, ni siquiera en Roma,
quedaban ya apóstoles supervivientes. Y sería de ver la veneración que
sentirían los cristianos de fines del primer siglo por aquel anciano que había
oído hablar al Señor Jesús, y le había visto con sus propios ojos, y le había
tocado con sus manos, y le había contemplado en su vida terrena y ya resucitado,
y había presenciado su ascensión a los cielos. Por eso el valor de sus
enseñanzas y el peso de sus afirmaciones por fuerza había de ser excepcional y
único. Y en este anciano, que al parecer jamás iba a morir—eso anhelaban y, en
parte, creían los buenos hijos espirituales del apóstol viendo su longevidad—,
encontraban aquellas comunidades cristianas un manantial inagotable de vida en
Cristo. De él dependen, en su doctrina, en su espiritualidad y en la suave
unción cristocéntrica de sus escritos, los Santos Padres de aquella primera
generación postapostólica que le trataron personalmente o se formaron en la fe
cristiana con los que habian vivido con él, como San Papias de Hierápolis,
San`Policarpo de Esmirna, San Ignacio de Antioquía y San Ireneo de Lyon. Y son
éstos precisamente las fuentes de donde dimanan las mejores noticias que la
tradición nos transmitió acerca de esta última etapa de la vida del apóstol.
Mas la situación no era
nada halagüeña para la Iglesia. A las persecuciones más o menos individuales de
Nerón siguióse, bajo Domiciano, una persecución en toda regla. El inmenso poder
del divinizado cesar romano se propone aniquilar la inerme Esposa de Cristo. La
Bestia contra el Cordero. Y, para colmo, el cúmulo de herejías que entraña el
movimiento religioso gnóstico, nacido y propagado fuera y dentro de la Iglesia,
intenta corroer la esencia misma del cristianismo. Triste situación la de este
nonagenario sobre cuyos hombros pesa ahora, por ser el único superviviente de
los que convivieron con el Maestro, el sostenimiento de la fe cristiana. Pero
Dios le concedió, providencialmente, tan largos años de vida para que fuera el
pilar básico de su Iglesia en aquella hora terrible.
Y lo fue. Para aquella
hora y para las generaciones futuras también. Con su predicación y sus escritos
quedaba asegurado el porvenir glorioso de la Iglesia, entrevisto por él en sus
visiones de Palmos y cantado luego en el Apocalipsis.
Cumplida su obra, el santo
evangelista murió ya casi centenario, sin que sepamos la fecha exacta. Fue al
final del primer siglo o muy a principios del segundo, en tiempos de Trajano
(a. 98-117).
4. Entre estas dos etapas
de la actividad apostólica de San Juan existe la gran laguna de un silencio
prolongado. Desde el año 49, cuando San Pablo le encuentra todavía en
Jerusalén, siendo allí "columna' de la Iglesia palestinense, hasta cerca
del año 90, cuando fue desterrado a Palmos, nada se sabe de él. ¿Dónde estuvo?
¿Qué iglesias evangelizó?
Desde luego, la tradición
considera su venida a Éfeso después de Palmos como una vuelta, como un regreso.
Allí, pues, había trabajado anteriormente. Mas ¿cuándo llegó por primera vez?
Quizá los hechos hayan de
explicarse así: entre el año 66 y el 68 sucedieron muchas cosas que pudieron
motivar la marcha de San Juan a Éfeso. Por de pronto, la Santísima Virgen,
encomendada a los cuidados filiales de Juan, había volado ya en cuerpo y alma a
los cielos. Por otra parte, comenzaba en el 66 la espantosa guerra judía que
terminaría con la destrucción de Jerusalén por el ejército romano, y, en
conformidad con el aviso previo de Jesús, los cristianos de la Ciudad Santa se
dispersaron de antemano y se situaron en otras regiones. Ya no era, pues,
necesaria la presencia de Juan en Palestina. Además, hacia el año 67, Pablo, el
gran evangelizador del mundo greco-romano, que había permanecido en Éfeso más
tiempo que en ninguna otra ciudad del Imperio, había sido decapitado en Roma.
¿Cómo dejar abandonada a sí misma la región de Asia, que por su situación, su
cultura helenística y por el estado florecientisimo de sus comunidades,
amenazadas de las nuevas corrientes heréticas, podía considerarse como el
centro vital de irradiación cristiana? Las circunstancias de Éfeso reclamaban
la presencia de un apóstol que, como Juan, continuara en Asia la siembra de
Pablo y fecundara su desarrollo doctrinal. Para tal obra nadie más a
propósito—y quizá ya el único disponible— como aquel animoso Boanerges, el
cual, por otra parte, había calado tan hondamente en la comprensión del
"misterio" de Jesús,
Estos hechos motivaron
seguramente el traslado de Juan a Éfeso para ejercer allí su actividad misionera,
plasmada luego en sus escritos.
5. Pero el Juan misionero
queda como empequeñecido por el Juan escritor. Si con su palabra hablada fue el
oráculo del Asia durante muchos años, con sus escritos es y seguirá siendo, a
través de los siglos, el "teólogo" y el "místico" por
excelencia, el "águila" de los evangelistas, la antorcha que ilumina
con claridades celestiales el futuro terrestre y eterno de la Iglesia.
Tres son las obras salidas
de su pluma incluidas en el canon del Nuevo Testamento: el cuarto evangelio, el
Apocalipsis y las tres cartas que llevan su nombre.
A pesar de la aparente
serenidad y del buscado anonimato, en parte, de estas obras, la recia
personalidad de su autor, dominada por una hondísima penetración del
"misterio" de Jesús, se acusa fuertemente en ellas por la concepción
y trama de las mismas, por la profundidad de sus ideas, que el lector nunca
logra agotar, y por lo peculiar de su estilo, pobre de gramática y de recursos
literarios, pero de un dramatismo inigualado.
Los escritos de San Juan
son ya el final de los libros sagrados, el último estadio del fieri de la
Iglesia naciente, la madurez definitiva de la revelación. Con media docena
escasa de ideas, pero cargadas de una densidad teológica inagotable, Juan
desarrolla el tema central y aun único de sus escritos: enseñarnos quién es y
qué es Jesús: Dios-hombre, luz, vida, verdad y amor.
Si a San Juan se le llama
el evangelista del amor, por las mismas razones debería llamársele el
evangelista de la vida, del Cristo-Vida, cuya "gloria' junto al Padre,
reverberada sobre la vida terrestre del Maestro, nos describe como ningún otro
escritor sagrado.
Igualmente es
característica de San Juan la teología de nuestra palingenesia o renacer del
Espíritu Santo y la de nuestra inmanencia en Cristo mediante la fe y la
Eucaristía. Y es curioso anotar que San Juan no repara en la esperanza. Nunca
utiliza este término en el evangelio o en el Apocalipsis y sólo una vez en sus
epístolas, Parece como si no pensara en el más allá. Pero es que, según su ideología,
para el que "permanece en Cristo" no hay fronteras entre este mundo y
el venidero. Todo es ya presente para el que ama a Cristo. La vida eterna la
posee ya en toda su esencia el que tiene fe en Cristo y "permanece en
El" por la observancia de los mandamientos.
Los escritos de San Juan
son, pues, esencialmente cristocéntricos. Su finalidad es revelarnos las
riquezas que se encierran en la persona de Jesús. Su tema central es Jesús,
quien, por ser tan realmente hombre y tan realmente Dios, es el revelador del
Padre, y es por eso la luz del mundo, y la vida de los hombres, y la clave del
universo, que en Él encuentra la razón de su existencia y de su destino,
Juan es, por último, el
evangelista de la universal misión maternal de María. Aun prescindiendo de la
parte que él pudo tener en transmitir las noticias recogidas en San Lucas sobre
la infancia de Jesús, el evangelista San Juan, que tanto simbolismo sabe
descubrir en los principales milagros de Jesús, coloca a la Santísima Virgen en
el milagro de Caná y al pie de la cruz—principio y fin de la vida pública de
Jesús—, como para indicar la presencia permanente de María en la obra de su
Hijo y su solícita colaboración maternal con Él.
Si quisiéramos resumir en
pocas palabras a qué se deben estas características de los escritos de San
Juan, diríamos: primero, al amor sincero de su corazón varonil por el Maestro
durante su vida terrena: segundo, a la intimidad de su diario vivir con la
Santísima Virgen desde que Jesús se la encomendara al pie de la cruz hasta que
Ella subió a los cielos; tercero, a un continuo repensar los hechos de que fue
testigo directo durante la vida de Cristo y valorar su significación
sobrenatural, y cuarto, a su constante "permanecer en Cristo" a lo
largo de tantos años de unión íntima con Él por la fe y por el recuerdo con lo
que consiguió esa penetración sabrosísima del "misterio" de Jesús
reflejada en sus obras.
6. Hay anécdotas
simpáticas, aunque históricamente no del todo seguras, que confirman la
amabilidad de este santo anciano, junto con su natural viveza de carácter y el
amor en Cristo que a todos profesaba.
Cuentan de él que, como
descanso para su espíritu, le gustaba entretenerse en acariciar a una
tortolilla domesticada que tenía. Buen precedente para San Francisco de Asís...
En cierta ocasión—narra San Ireneo—, habiendo ido el bienaventurado apóstol a
bañarse en los baños públicos de Éfeso, vio que en ellos estaba el hereje
Cerinto; e inmediatamente, sin haberse bañado, salióse fuera diciendo:
"Huyamos de aquí; no vaya a hundirse el edificio por estar dentro tan gran
enemigo de la verdad". En cambio habiendo sabido que un joven cristiano,
educado con miras al sacerdocio, dio luego tan malos pasos que acabó en jefe de
bandoleros, hízose llevar el Santo hasta el monte que al ladrón servía de
guarida, y, corriendo tras él y llamándole a grandes voces: "¡Hijo mío,
hijo mío!", logró rescatarle para Cristo.
Algunos autores de los
primeros siglos cuentan que San Juan resucitó en cierta ocasión a un muerto.
Pero el milagro principal fue el sucedido en su propia persona. Refiere
Tertuliano que, llevado el apóstol a Roma poco antes de su destierro a Palmos,
fue sumergido en una tinaja de aceite hirviendo, de la que salió totalmente
ileso y pletórico de renovada juventud, Hay quien pone en duda la historicidad
de este hecho, porque ni consta que San Juan estuviera alguna vez en Roma ni de
tal milagro se hacen eco los escritores que le conocieron, mientras que
Tertuliano, de la iglesia de Africa, difícilmente podía tener información
segura. Con todo, la Iglesia romana celebra esta fiesta en su liturgia bajo el
título de "San Juan ante portam Latinam".
Una leyenda curiosa
recogió San Agustín. En el sepulcro del santo apóstol—dice—se ve moverse la
tierra sobre la parte correspondiente al pecho, como si el cuerpo allí
sepultado respirara todavía o palpitara aún su corazón. Simple leyenda desde
luego. Pero lo que no es leyenda sino realidad, es que el corazón del santo
evangelista sigue palpitando en sus escritos, y que esas palpitaciones son de amor,
de admiración, de arrobamiento ante la persona de Jesús, que fue para él la
gran revelación de su vida y el centro de su vivir. Y Juan quería que lo fuera
también para todos los hombres. Porque Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios; Él
es la Luz, y la Verdad, y la Vida, y el Amor.
Serafín
de Ausejo, O. F. M. CAP.
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