domingo, 6 de agosto de 2017

Jesús nos invita a confiar en Él para vencer los temores

¡Amor y paz!

Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios y el comentario, en este domingo en que celebramos la fiesta de la Transfiguración del Señor.

Dios nos bendice...

Libro de Daniel 7,9-10.13-14. 

Yo estuve mirando hasta que fueron colocados unos tronos y un Anciano se sentó. Su vestidura era blanca como la nieve y los cabellos de su cabeza como la lana pura; su trono, llamas de fuego, con ruedas de fuego ardiente.
Un río de fuego brotaba y corría delante de él. Miles de millares lo servían, y centenares de miles estaban de pie en su presencia. El tribunal se sentó y fueron abiertos unos libros
Yo estaba mirando, en las visiones nocturnas, y vi que venía sobre las nubes del cielo como un Hijo de hombre; él avanzó hacia el Anciano y lo hicieron acercar hasta él.
Y le fue dado el dominio, la gloria y el reino, y lo sirvieron todos los pueblos, naciones y lenguas. Su dominio es un dominio eterno que no pasará, y su reino no será destruido.

Salmo 97(96),1-2.5-6.9. 

¡El Señor reina! Alégrese la tierra,
regocíjense las islas incontables.
Nubes y Tinieblas lo rodean,
la Justicia y el Derecho son

la base de su trono.
Las montañas se derriten como cera
delante del Señor, que es el dueño de toda la tierra.
Los cielos proclaman su justicia

y todos los pueblos contemplan su gloria.
Porque tú, Señor, eres el Altísimo:
estás por encima de toda la tierra,
mucho más alto que todos los dioses.

Epístola II Carta de San Pedro 1,16-19. 

Porque no les hicimos conocer el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo basados en fábulas ingeniosamente inventadas, sino como testigos oculares de su grandeza.
En efecto, él recibió de Dios Padre el honor y la gloria, cuando la Gloria llena de majestad le dirigió esta palabra: "Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección".
Nosotros oímos esta voz que venía del cielo, mientras estábamos con él en la montaña santa.
Así hemos visto confirmada la palabra de los profetas, y ustedes hacen bien en prestar atención a ella, como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro hasta que despunte el día y aparezca el lucero de la mañana en sus corazones.

Evangelio según San Mateo 17,1-9. 

Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado.
Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz.
De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús.
Pedro dijo a Jesús: "Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías".
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: "Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo".
Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor.
Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: "Levántense, no tengan miedo".
Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo.
Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: "No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos". 

Comentario

El mensaje que nos trae el Evangelio de la fiesta de la Transfiguración del Señor se centra en el tema de la fe, que a su vez implica una actitud de esperanza en medio de las dificultades de esta vida. Reflexionemos sobre lo que significa para nosotros este misterio que el Papa San Juan Pablo II incluyó como el cuarto de los “luminosos” en su propuesta de la oración del Santo Rosario, teniendo en cuenta también las otras lecturas bíblicas escogidas por la liturgia de la Iglesia para esta celebración: Daniel 7,9-10.13-14 y II Carta de Pedro 1,16-19).

1.- Jesús transfigurado fortalece la fe de sus discípulos

Inmediatamente antes del relato de la Transfiguración, el mismo Evangelio de Mateo cuenta que Jesús les anunció a sus discípulos que lo iban a matar y que al tercer día resucitaría (Mateo 16, 21), y luego les hizo esta reflexión: “Si alguno quiere ser discípulo mío, olvídese de sí mismo, cargue con su cruz y sígame” (Mateo 16, 24). El anuncio de su pasión y muerte, y la exhortación a tomar la cruz y estar dispuestos a entregar la vida a imitación de Él -a pesar de la promesa de la resurrección-, causaron en aquellos primeros seguidores de Jesús un efecto de desaliento. Entonces, para animarlos y fortalecerlos en la fe, Él les manifiesta su gloria haciéndoles ver en forma luminosa lo que sería el acontecimiento pascual de su resurrección, e indicándoles que en Él se cumplirían las promesas contenidas en el Antiguo Testamento, específicamente en los textos bíblicos de la Ley y de los Profetas, simbolizados respectivamente por las figuras de Moisés y Elías.

También nosotros necesitamos que, en medio de la oscuridad de las circunstancias problemáticas de nuestra existencia, cuando nos sentimos abrumados por el peso de la cruz que a cada cual le corresponde cargar, el Señor se nos manifieste animándonos desde la fe, iluminándonos con su propia luz y dándonos la fuerza que necesitamos para no desfallecer en el camino de esta vida, que no es un camino de rosas sino un sendero en el que debemos afrontar con valor las situaciones difíciles que se nos presentan y esforzarnos por superarlas con su ayuda. Para que esto suceda, es preciso que busquemos espacios y aprovechemos los que se nos ofrecen, de modo que podamos oír en nuestro interior, en un clima de oración, la voz de Dios que nos dice, como a aquellos primeros discípulos de Jesús: “Este es mi Hijo predilecto: escúchenlo”.

2. Jesús, “hijo del hombre”, les revela a sus discípulos su realidad divina

La visión “nocturna” del libro profético de Daniel en el Antiguo Testamento presenta a “un hijo de hombre” al que “le dieron poder real y dominio”, agregando que “su reino no tendrá fin”. Esta profecía es reconocida por la Iglesia católica como un anuncio del Mesías prometido, cuyo cumplimiento se dio precisamente en la persona de Jesús de Nazaret. Él se llamaba a sí mismo “el hijo del hombre”, y nosotros creemos que en su naturaleza humana se ha manifestado su realidad divina, como Dios hecho hombre.
Este es un misterio sólo captable por la fe, que es un don de Dios, y por eso quienes creemos en él sabemos -o se supone que debemos saber- que es Él mismo quien toma la iniciativa de revelársenos en medio de la oscuridad de nuestra vida presente, como lo hizo con el profeta Daniel en aquella “visión nocturna”.

3.- Jesús nos invita a confiar en Él para vencer los temores

La palabra de Dios en la segunda Carta de Pedro nos remite a la experiencia que tuvieron éste y los otros apóstoles a quienes Jesús se les mostró transfigurado “en la montaña sagrada”, que la tradición cristiana identifica con el monte llamado Tabor: “no nos fundamos en fábulas fantásticas, sino que fuimos testigos oculares de su grandeza”.

Podemos suponer que esta experiencia aconteció en la noche, pues como cuentan los evangelios Jesús acostumbraba orar después de terminar la tarde o antes de despuntar la aurora. La Carta de Pedro repite también aquellas palabras provenientes de Dios Padre: “Éste es mi Hijo amado, mi predilecto”, y finalmente les dice a los primeros cristianos, como también hoy a nosotros: “Ustedes hacen muy bien en prestarle atención, como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro, hasta que despunte el día”.

Se refiere así la Carta de Pedro, en esta forma simbólica del paso de la noche al amanecer, a la promesa de la resurrección de los muertos, de la cual es prenda precisamente la resurrección gloriosa de nuestro Señor Jesucristo.

“Levántense, no teman”. Estas palabras de Jesús, pronunciadas inmediatamente después de su transfiguración, son también para nosotros. Él se nos acerca especialmente en la Eucaristía, alimentándonos con su propia vida resucitada y dándonos así la luz y la energía que necesitamos para recorrer sin desanimarnos, a pesar de las dificultades, el camino que Él mismo nos señala y que nos conduce a la felicidad verdadera, no sólo en esta vida sino también en la eterna.


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El mensaje del Domingo - Gabriel Jaime Pérez Montoya, S.J.

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