domingo, 19 de febrero de 2017

A la Iglesia no le corresponde hablar tanto de Cristo sino encarnarlo; ser Cristo, no su mensajero

¡Amor y paz!

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este Séptimo Domingo del Tiempo Ordinario.

Dios nos bendice…

Evangelio según San Mateo 5,38-48. 
Jesús, dijo a sus discípulos: Ustedes han oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo les digo que no hagan frente al que les hace mal: al contrario, si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra. Al que quiere hacerte un juicio para quitarte la túnica, déjale también el manto; y si te exige que lo acompañes un kilómetro, camina dos con él. Da al que te pide, y no le vuelvas la espalda al que quiere pedirte algo prestado. Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos. Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos? Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo. 
Comentario

Una de las funciones que cumple lo religioso en los pueblos y culturas es alimentar su identidad con el sentido de vocación o visión utópica. Los logros a menudo son ambiguos, como sucedió con la constantinización, que buscó fundamentar el imperio sobre el cristianismo, tomando algunos elementos, pero relegando otros a un segundo plano.

La crueldad de las diez persecuciones romanas llevo a saludar con esperanza al Imperio Cristiano. La Iglesia se impuso al mundo “pagano”, tuvo amplia difusión, pero no en todo triunfó el evangelio. A menudo fue la vida monacal, nuevos mártires, grupos cristianos incluso perseguidos como herejes, quienes mantuvieron la radicalidad del evangelio. En algunos aspectos Constantino fundó un imperio cuya grandeza y prosperidad fueron más peligrosas que las crueldades de Nerón. El cesaropapismo de Oriente y Occidente unió la fe al poder militar, económico y político.

A menudo el poder religioso se limitó a bendecir los atropellos de emperadores, reyes y príncipes. La tentación se disfrazaba a veces de corona imperial y a veces de mitra episcopal (investiduras). El evangelio se refugió en sectores marginales como los eremitas, anacoretas, cenobios, monasterios y profetas individuales. Estos hombres y mujeres fueron los sucesores de los mártires de los primeros siglos.

La utopía no es una invención fantasiosa sino la respuesta a esa imposible ansia humana de plenitud y sin ella es imposible pensar bien; sin ella se imposibilita toda crítica (salvo para condenar al adversario) canonizándose el estado de cosas (statu quo). Cuando mueren las utopías, por ejemplo, en las dictaduras de todo tipo, nacen las idolatrías o pequeñas causas convertidas en absoluto a las que se sacrifica la vida humana propia y ajena. Los profetas mantenían viva la utopía de Yahvéh frente a la monarquía de Israel y al culto en el Templo de Jerusalén. Por ejemplo, la defensa absoluta de la vida es una utopía sin la cual poco avanzaríamos en el respeto y protección del enfermo, el limitado físico o mental, el anciano, el niño, el nonato.

El evangelio de hoy es una de las mejores descripciones de la utopía cristiana de la no-violencia. La condenación de la ley del talión y en su lugar proclamar poner la otra mejilla ha llevado incluso a revisar ideas que se tuvieron por inamovibles en el pasado.

¿Es la condenación eterna como tortura sin fin una respuesta adecuada a una ofensa finita a un Dios infinito? El ojo por ojo evidentemente queda en ridículo con la famosa frase del Mahatma Gandhi: “Todos terminaremos ciegos”. Ir más allá de la demanda injusta de la túnica, la milla, lo pedido en préstamo, llegando hasta el amor al enemigo claramente contradice la idea de “guerra justa”.

Bernardo de Claraval (siglo XI) arengando a las Cruzadas a reconquistar los santos lugares y acabar con los musulmanes decía que matar por Cristo no era crimen sino la mayor gloria. Si el soldado moría era por su bien y el perdón de sus culpas y si mataba era por Jesucristo, una noble causa.

Ahora la utopía tiene que virar de una PAZ ROMANA, como la entendieron muchos teólogos medievales, a la paz justa o a la paz mundial. La teología cristiana de la paz no se desarrolló con base en el evangelio sino en base a la teoría de la ley natural bastante amañada.

En la conquista de América se dio el Requerimiento o exigencia de que los nativos se convirtieran al cristianismo sin resistencia. Los reyes Isabel y Fernando habían recibido por derecho divino el dominio sobre estas tierras y los indígenas tenían que someterse a ellos. Si lo hacían, bautizándose para ser a la vez creyentes y súbditos, se les respetaba como tales igual que sus esposas y sus tierras. Si no lo hacían serían considerados enemigos de Dios y del rey, sometidos a guerra justa, reducidos a siervos y tendrían que pagar con sus bienes, los costos de la guerra que se les hacía, haciendo botín de los bienes de los derrotados.

Hoy, cuando nos produce escalofrío el llamado a la Jihad o supuesta guerra religiosa musulmana, con los atentados en diferentes países, nos toca humildemente reconocer que pasamos por lo mismo cuando leímos las Escrituras más para justificar atropellos e intereses mundanos que la utopía del evangelio. El evangelio se replegó a la vida privada y espiritual y vio impávido el fomento de la violencia y el despliegue del poder. La guerra era a las pasiones interiores buscando una perfección más similar a la de los estoicos que de los creyentes.

El evangelio de hoy llama a los creyentes a superar a la justicia como la entendían los escribas y los fariseos; a hacer más e ir más allá de ellos. La justicia, concebida según del derecho romano, de donde toman casi todos los sistemas jurídicos del mundo, no tiene nada de excepcional. Es como una regla matemática; es lo que el Antiguo Testamento llama “mispat” o mera norma que equilibra la balanza, sin preguntarse por el statu quo. Hay otra justicia en el Antiguo Testamento que es la “sedaqá” que privilegia la misericordia. Es la justicia que ilustra la madre con su hijo descarriado, nacida de la misericordia.
Quizás la mejor descripción del pecado, luego del sobre énfasis dado al relato de Adán y Eva, sea el relato de Caín y Abel y la muerte del segundo a manos del primero. Llego incluso a interpretarse en sentido de justificar la discriminación haciendo de Caín el tipo del judío y de Abel el tipo de Jesús y los cristianos. La interpretación (exégesis) judía era bien distinta. La muerte dolorosa del justo, independientemente de su raza, género, religión o nacionalidad. Este relato da origen a la más dolorosa pregunta de Yahvéh el género humano: «¿Dónde está tu hermano Abel?» (Gn 4:9) y tenderíamos a vengar, condenar o desaparecer a 
Caín, pero no es lo que hace el relato.

Leído a la luz del evangelio podría recrearse como si Jesús complementara la pregunta de Yahvéh con una bastante más dramática y actual, tanto para el creyente en particular como para la Iglesia como comunidad. Es la enseñanza contenido en la larga oración de Jesús en la cena de despedida en el evangelio de Juan: «Abel, ¿dónde está tu hermano Caín?» En actitudes muy concretas está la respuesta deseada, utópica, del evangelio de hoy: Abel está poniendo la otra mejilla; está entregando además de la túnica la capa; está recorriendo la segundo milla además de la primera injustamente demandada; está dando la cara a quien pide prestado; está orando por sus enemigos; está buscando cómo amarlos; está saludando a quien no lo saluda; está buscando ser perfecto (misericordioso traduce Lucas) como lo es nuestro Padre. A la Iglesia como comunidad de creyentes, no le toca reclamar privilegios, defender derechos, acumular poderes; hablar tanto de Cristo sino encarnarlo; ser Cristo en vez de su mensajero. Esto es parte de la utopía cristiana.

 Luis Javier Palacio Palacio, S.J

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