miércoles, 12 de enero de 2011

Un día en la vida de Jesús

¡Amor y paz!

Hace unos años en la televisión colombiana hubo un exitoso programa: ‘Un día en la vida de…’. En cada episodio presentaban a un personaje y, a manera de síntesis, lo que hacía en cada jornada. Pues precisamente el Evangelio nos trae hoy un día en la vida de Jesús. Es interesante apreciar cómo por la mañana, antes de que amanezca, el Señor se dedica a orar.

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este miércoles de la 1ª. semana del Tiempo Ordinario.

Dios los bendiga…

Evangelio según San Marcos 1,29-39.

Cuando salió de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron de inmediato. El se acercó, la tomó de la mano y la hizo levantar. Entonces ella no tuvo más fiebre y se puso a servirlos. Al atardecer, después de ponerse el sol, le llevaron a todos los enfermos y endemoniados, y la ciudad entera se reunió delante de la puerta. Jesús curó a muchos enfermos, que sufrían de diversos males, y expulsó a muchos demonios; pero a estos no los dejaba hablar, porque sabían quién era él. Por la mañana, antes que amaneciera, Jesús se levantó, salió y fue a un lugar desierto; allí estuvo orando. Simón salió a buscarlo con sus compañeros, y cuando lo encontraron, le dijeron: "Todos te andan buscando". El les respondió: "Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido". Y fue predicando en las sinagogas de toda la Galilea y expulsando demonios. 

Comentario

El sumo bien está en la oración, en el diálogo con Dios... La oración es luz del alma, verdadero conocimiento de Dios, mediadora entre Dios y los hombres. Hace que el alma se eleve hasta el cielo y abrace a Dios con inefables abrazos, apeteciendo la leche divina, como el niño que, llorando, llama a su madre; por la oración el alma expone sus propios deseos y recibe dones mejores que toda la naturaleza invisible. Pues la oración se presenta ante Dios como venerable intermediaria, alegra nuestro espíritu y pacifica el alma.

Cuando hablo de oración me refiero a la verdadera, no a las simples palabras: la oración que es un deseo de Dios, una inefable piedad, no otorgada por los hombres, sino concedida por la gracia divina, de la que también dice el Apóstol: «Nosotros no sabemos  pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26). Una oración así, cuando Dios la otorga a alguien, es una riqueza inagotable y un alimento celestial que satura el alma; quien la saborea se enciende en un deseo eterno del Señor, como un fuego ardiente que inflama su corazón.

Homilía del siglo V sobre la oración
Erróneamente atribuida san Juan Crisóstomo; PG 64, 461
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