lunes, 22 de febrero de 2010

A LA GRANDEZA Y LA FELICIDAD POR LA OBEDIENCIA

¡Amor y paz!

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, hoy, cuando la Iglesia celebra la fiesta de la Cátedra del Apóstol San Pedro en Roma.

Dios los bendiga…

Evangelio según San Mateo 16,13-19.

Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: "¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?". Ellos le respondieron: "Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas". "Y ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy?". Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo". Y Jesús le dijo: "Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo".

Comentario

En esta fiesta, en que celebramos "La Cátedra de san Pedro", Príncipe de los Apóstoles, podemos fijarnos en el ejemplo de fidelidad a Jesucristo que brilla sobremanera en el que fue, antes de ser elegido, un pescador de tantos en Galilea. Quiso que su vida no fuera sino lo que el Hijo de Dios determinara. Y podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que todo el interés de Pedro, a pesar de su carácter fuerte e impetuoso, como se desprende de algunos pasajes evangélicos, de modo particular en Marcos su compañero de apostolado, se centraba de modos exclusivo en Jesús. Era su deseo cumplir en detalle la voluntad de Jesús, que es tanto como decir cumplir la voluntad de Dios. Este identificarse con el Maestro, cumpliendo su voluntad, no es propio únicamente de Pedro, identifica a todos los santos, pues ninguno puede serlo al margen de la voluntad de Dios.

Cuando parece que un cierto ideal de la persona consistiría en desenvolverse en la vida guiado únicamente con el propio criterio, sin más punto de referencia que el parecer personal; cuando bastantes consideran definitivas sus opiniones, y suficientes –por ser suyas– para configurar la propia vida del mejor modo posible; nos ofrece hoy la Iglesia –Nuestra Madre–, para edificación de todos los fieles, el estímulo de la obediencia. Cuantos deseamos conducirnos con la segura esperanza de la Vida Eterna, no lo haremos de acuerdo con nuestro parecer, ya que la Eterna Bienaventuranza no es un proyecto humano. Se comprende con facilidad que no es una decisión del hombre nuestra existencia en este mundo, ni, claro está, la Vida Eterna en intimidad con Dios, que conocemos por Revelación.

Pedro, habiendo conocido el extraordinario e inalcanzable poder y majestad de Jesucristo, se mantiene inamoviblemente fiel al Maestro, cuando bastantes le abandonan porque no comprenden sus palabras. Señor, ¿a quién y iremos? –le responde–, Tú tienes palabras de Vida Eterna. Así se expresa el Príncipe en el crítico momento –para muchos– de la deslealtad. Cuando aparecen haber perdido sentido los milagros realizados; cuando su vida admirable y sus palabras, cargadas de autoridad, no significan nada para la mayoría; Pedro confía aún en Jesús. Su persona será para él siempre merecedora de toda confianza: hay que creerle siempre y obedecerle; con Cristo no tiene sentido dudar. El criterio de Jesús tendrá en todo momento para este apóstol una autoridad absoluta. Las palabras y deseos del Maestro tienen mucha más fuerza para él que sus propios pensamientos.

Parece muy claro, por lo demás, que la mayor hazaña o reflexión de cualquier hombre, por decisiva que parezca, no pasa, en la práctica, de ser algo necesariamente vinculado a lo caduco, como el mismo hombre. De hecho, son muy pocos en proporción las mujeres y los hombres que han pasado a la historia. En cambio, identificados con Dios, que en Jesucristo nos hace posible conocer su voluntad, aunque los hombres tengan poca relevancia para el acontecer humano, se hacen eternos e inapreciablemente valiosos: como ha previsto Dios. Muchos han logrado ya, sin fama ni espectáculo, acrecentar su vida absolutamente –no sólo para el mundo–, porque con toda sencillez procuraron vivir según el querer divino.

Obediencia. Que en nosotros se haga Su Voluntad: hágase Tu voluntad en la tierra como en el Cielo, rezamos con la oración que Cristo nos enseñó. Pidámosle que, en efecto, cada día sea para todos más decisivo no tanto hacer lo que queremos, cuánto lo que Él quiere; firmemente convencidos de que no nos hace mejores ni más grandes en la vida salirnos con "la nuestra". Lo único que –de verdad– nos hace grandes, aunque no lo parezca, es que Dios se salda con "la suya" en nosotros. Comprobaremos, a partir de esta docilidad humilde, que nos va mejor además en las relaciones interpersonales. Guiados por intereses solamente nuestros, que con demasiada frecuencia son egoístas, tenemos sobrada experiencia –por desgracia– de la sociedad tensa que de ordinario hemos de soportar. También por lograr una convivencia en paz nos conviene dejarnos conducir por los mandamientos de nuestro Creador. Siendo el autor del hombre, tiene la ciencia exacta –la ley moral– para el más correcto desenvolvimiento en sociedad.

Pedro pecó. Fue débil en aquel momento y posiblemente en otros muchos que no nos han revelado las Escrituras. Sin embargo, a pesar de sus pecados, volvió al Señor y hoy podemos celebrar su Cátedra: su autoridad, concedida por Jesucristo y asentada en Roma como Pastor universal de la Iglesia. Recordamos con alegría que su arrepentimiento –lloró amargamente, relata San Marcos tras haber negado a Cristo–, era manifestación de su amor a Jesús, más fuerte que cualquiera de sus pecados.

El hombre más feliz y perfecto es aquel en quien mejor se cumple la voluntad de nuestro Creador y Señor. Así es nuestra Madre, la más maravillosa de las criaturas: hizo en mí cosas grandes el que es Todopoderoso, puede afirmar. Implorando su asistencia maternal sabremos imitarla.

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